Por Luis Casado
Aun cuando la idea me ha estado dando vueltas en las meninges desde hace algún tiempo, confieso que el título de esta parida lo copié de un texto que Simone Weil publicó en 1940.
Filósofa, activista política y mística francesa, cristiana de origen judío, Simone Weil (1909-1943) formó parte de la Columna Durruti en el frente de Aragón durante la Guerra Civil española. Más tarde luchó en la Resistencia francesa en la II Guerra Mundial. Albert Camus la describió como “el único gran espíritu de nuestro tiempo”.
Weil estudió filosofía y literatura clásica, y a los 19 años de edad ingresó con la calificación más alta en la Escuela Normal Superior de París (la segunda fue Simone de Beauvoir). Se graduó a los 22 años y comenzó su carrera docente en diversos liceos.
Es difícil exagerar la profundidad de la huella que dejó Simone Weil a pesar de su breve paso por este valle de lágrimas. A los 23 años de edad fue transferida del liceo donde trabajaba por encabezar una manifestación de obreros cesantes. Su práctica política y docente hizo que la transfiriesen de liceo una y otra vez. En París conoció a Lev Davidovitch Bronstein, más conocido como Trotski, con quien conversó sobre la situación rusa, el stalinismo y la doctrina marxista.
A los 25 años suspendió transitoriamente su carrera docente para trabajar dos años como obrera en una fábrica Renault: “Allí recibí la marca del esclavo”, dijo. En 1941 trabajó como obrera agrícola en Marsella porque pensaba que el trabajo manual debe ser considerado como el centro de la cultura: la separación creciente a lo largo de la historia entre la actividad manual y la actividad intelectual generó la relación de dominio y poder que ejercen los que manejan la palabra sobre los que se ocupan de las cosas. Weil predicaba con el ejemplo.
Pacifista y sindicalista radical, pensaba en un reformismo revolucionario: los pobres están tan explotados que no tienen la fuerza de alzarse contra la opresión. No obstante, es imprescindible que ellos mismos tomen la responsabilidad de su revolución. Para eso, pensó, es necesario crear condiciones menos opresivas para facilitar una revolución responsable, menos precipitada y menos violenta. Vasto programa, hubiese dicho de Gaulle. Las atrocidades de las que Weil fue testigo durante la guerra civil española la hicieron escribir: “Tan pronto como los hombres saben que pueden matar sin temor a represalias, empiezan a matar, o al menos, animan a los asesinos con sonrisas de aprobación.”
Simone Weil tenía claro que los partidos políticos son sustancialmente diferentes de un país a otro, y que no es posible trasplantar experiencias como si fuesen almácigas. Dicho lo cual condenó la existencia misma de los partidos como un gran mal del cual hay que deshacerse tan rápido como sea posible:
“La idea de partido no entraba en la concepción política francesa de 1789 sino como un mal a evitar. Pero hubo el club de los Jacobinos. Inicialmente fue solo un lugar de libre discusión. No fue ninguna especie de mecanismo fatal lo que lo transformó. Es únicamente la presión de la guerra y de la guillotina lo que hizo de él un partido totalitario.”
“Las luchas de las facciones, bajo el Terror, fueron gobernadas por el pensamiento tan bien formulado por Tomski : ‘Un partido en el poder y todos los otros en prisión.’ Así en el continente de Europa el totalitarismo es el pecado original de los partidos.”
Más tarde, François Mitterrand, –que nunca pecó de angélico–, declararía: “Los partidos son una cuestión de jaurías”. Al decirlo pensó –seguramente– en Simone Weil, para quien: “El hecho de que (los partidos) existan no es de ninguna manera un motivo para conservarlos”, visto que solo el bien merece ser preservado. Lo que trae a cuento saber qué entendemos por el bien.
Para Weil, “No puede ser sino la verdad, la justicia, y, en segundo lugar, la utilidad pública”, habida cuenta que “La democracia, el poder de la mayoría, no son bienes. Son medios para hacer el bien, estimados eficaces con o sin razón.”
He ahí pues el fin, el objetivo, y los medios para alcanzarlos. Entre líneas Weil nos advierte que confundir el objetivo y los medios no conduce a nada bueno. En todo caso el bien, –es decir la verdad, la justicia y la utilidad pública–, no puede venir sino de la voluntad de la nación:
“Nuestro ideal republicano procede enteramente de la noción de voluntad general que le debemos a Rousseau. Pero el sentido de la noción se perdió casi enseguida, porque es compleja y exige un alto grado de atención. Aparte algunos capítulos, pocos libros son (tan) bellos, fuertes, lúcidos y claros como El Contrato Social. Pero en los hechos todo ocurrió, y ocurre aun, como si jamás hubiese sido leído.”
Basta con examinar la realidad de las autodenominadas democracias contemporáneas para darse cuenta de que las palabras de Simone Weil tuvieron valor de profecía. ¿Dónde, en qué país la voluntad de la nación tiene valor de ley? La actividad de la costra política parasitaria organizada en partidos consiste las más de las veces en secuestrar los derechos ciudadanos y proteger sus propios privilegios.
Chile es un ejemplo chocante, evidente a primera vista por el descaro con el que la sogenannt elite predica su derecho exclusivo a ejercer el poder y a apoderarse de la riqueza producida con el esfuerzo de todos. Admitiendo que Simone Weil tiene razón, merece la pena examinar uno de los tres caracteres esenciales que ella discierne en los partidos:
“El primer fin y, bien mirado, el único fin de todo partido político es su propio crecimiento, sin límites. (…) todo partido es totalitario en germen y en aspiración. Si no lo es en los hechos, es solo porque aquellos que lo rodean lo son tanto (totalitarios) como él.”
Por otra parte, Weil señala la inconsistencia de la ‘doctrina’ de los partidos, o más bien su inexistencia: “Un hombre, así pase su vida a escribir y a examinar la cuestión de las ideas, muy raramente tiene una doctrina. Una colectividad jamás. (la doctrina) No es una mercancía colectiva.”
Probablemente la razón está ligada al carácter proteiforme de los partidos: el objetivo –existir– termina imponiéndose a cualquier principio. En ello un partido se comporta según la definición de Henri Laborit: “La única razón de ser de un ser, es ser”. Lo que lleva a la conclusión de Weil: “Así, es inevitable que en los hechos el partido sea para sí mismo su único fin.”
¿Lealtad a ideas, principios, valores éticos, estructura, modos de acción, propósitos, esperanzas e intereses objetivos de sus partidarios? ¡Pamplinas!
Lo que sigue constituye el meollo del pensamiento de Simone Weil relativo a los partidos, de ahí que te sugiera leer con redoblada atención:
“La transición es fácil. Se establece como axioma que la condición necesaria y suficiente para que el partido sirva eficazmente la concepción del bien público en razón de la cual existe, es que posea una amplia cantidad de poder.”
“Pero ninguna cantidad finita de poder puede ser jamás considerada como suficiente, sobre todo una vez obtenida. El partido se encuentra en los hechos, por el efecto de la ausencia de pensamiento, en un continuo estado de impotencia que atribuye siempre a la insuficiencia del poder del que dispone. Aunque fuese amo absoluto del país, las necesidades internacionales imponen límites estrechos. Así, la tendencia esencial de los partidos es totalitaria, no solo con relación a una nación, sino al globo terrestre. Es precisamente porque la concepción del bien público propia a tal o cual partido es una ficción, una cosa vacía y sin realidad, que impone la búsqueda del poder total. Toda realidad implica en ella misma un límite. Lo que no existe, nunca es limitable. Es por eso que hay afinidad, alianza entre el totalitarismo y la mentira.”
Cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia. La reflexión de Simone Weil es aplicable a moros y cristianos. Si la evoco es porque contribuye a la comprensión de lo que vemos en rededor. ¿Qué mueve a los partidos, qué lleva a la proliferación de murgas con pretensiones de partido, sino es precisamente la búsqueda de poder y riqueza para quienes los regentan? La mecánica infernal de los partidos descrita por Weil determina una insaciabilidad intrínseca:
“Si hay tres miembros más que el año pasado, o si la colecta de dinero trajo cien francos más, están contentos. Pero desean que eso continúe indefinidamente en la misma dirección. Nunca concebirían que su partido pudiese tener, en ningún caso, demasiados miembros, demasiados electores, demasiado dinero”.
No es Julio Ponce Lerou (quien, según el ministro Ignacio Briones, debiese estar en prisión) el que diría lo contrario. O ya puestos, los corsarios de Penta, Corpesca y tantos otros empresarios que fungen al mismo tiempo de corruptores y de víctimas. Según Weil, la insaciabilidad, la bulimia, afectan a todo el espectro político:
“El temperamento revolucionario lleva a concebir la totalidad. El temperamento pequeño-burgués lleva a instalarse en la imagen de un progreso lento, continuo y sin límite. Pero en los dos casos el crecimiento material del partido deviene el único criterio con relación al cual se definen en todas las cosas el bien y el mal. Exactamente como si el partido fuese un animal a la engorda, y que el universo hubiese sido creado para cebarlo.”
Los partidos hacen denodados esfuerzos para encontrar un consenso que les permita ganar dos diputados, tres alcaldes, un gobernador y, sobre todo mayoría en la Convención para impedir cualquier cambio sustantivo. ¿No es bella la política?
Simone Weil parece estar de acuerdo cuando concluye:
“Los partidos son organismos públicamente, oficialmente constituidos en modo de matar en las almas el sentido de la verdad y de la justicia.”
Faltaría a mi deber si dijese que lo que precede expone exhaustivamente el pensamiento de Simone Weil: por el contrario, no es sino un entremés. De ahí que te aconseje leer algunos de sus textos, casi todos publicados a título póstumo.
Pero no puedo terminar mi parida sin destacar que, si admitimos la reflexión de Simone Weil nos vemos obligados a pensar, a imaginar, a concebir, a elaborar e incluso a contribuir a la realización de otro modo de participación popular en la vida política, o si prefieres, a la eclosión de una forma radicalmente nueva de hacer que la nación toda pueda ocuparse cotidianamente de lo que le concierne. Porque la democracia representativa ya no da el pego, si alguna vez lo dio. Menuda tarea.
Bernard Manin, en su libro “Principios del Gobierno Representativo” (1995), escribe:
“Los autores de los siglos XVII y XVIII, familiarizados con la historia de las repúblicas, percibían que la designación de representantes por elección le debía más a la tradición medieval que a la tradición republicana”.
Montesquieu, a propósito de los orígenes del régimen representativo inglés, lanzó una frase que pasó a la historia: “Ese bello sistema fue encontrado en los bosques”. Manin precisa que hay que entender en los bosques de Germania, en donde nacieron los usos “góticos” y el sistema feudal.
Rousseau, en El Contrato Social (1762), afirma:
“La idea de los representantes es moderna: nos viene del gobierno feudal, de ese inicuo y absurdo gobierno en el cual se degrada la especie humana, y donde se deshonra el nombre de hombre. En las antiguas repúblicas, e incluso en las monarquías, el pueblo jamás tuvo representantes”.
Sin embargo, gracias a la propaganda, que según Simone Weil no es sino “una tentativa de sometimiento de la inteligencia”, nos convencieron de que la democracia es eso: dimitir de nuestros derechos para ponerlos en las manos de una clase política parasitaria.
Para poner manos a la obra y recuperar el poder y la soberanía para la nación toda, el pensamiento de Simone Weil será ciertamente muy útil. Un pensamiento lúcido, que no perdió de vista que el pueblo no es omnisciente:
“El verdadero espíritu de 1789 consiste en pensar, no que algo es justo porque lo quiere el pueblo, sino que, en ciertas condiciones, la voluntad del pueblo tiene más posibilidades que ninguna otra voluntad de ser conforme a la justicia.”
Alguna vez el poeta T.S. Eliot aseguró que la obra de Simone Weil pertenece a ese género de “prolegómenos de la política, libros que los políticos rara vez leen, y que tampoco podrían comprender y aplicar”. Y agregó que debían ser leídos por los jóvenes antes de que las propagandas políticas anularan su capacidad de pensamiento.
Aleluyah: aún es tiempo.