Por Nazaret Castro
Foto: El movimiento de las piqueteras en Argentina, en el contexto de la crisis de 2001, sacó las tareas domésticas de la privacidad del hogar para organizar ollas populares que garantizasen la comida en los barrios; este tipo de iniciativas perviven en las villas de Buenos Aires, así como en los barrios periféricos de las grandes ciudades latinoamericanas. En la imagen, Alejandra Gómez prepara un cocido de lentejas para los vecinos necesitados de un barrio de la capital argentina (en marzo de 2020).(AP/Natacha Pisarenko)
En la madrugada del 29 al 30 de diciembre, el Senado argentino daba su esperado “sí” a la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo. Como ya sucediera en 2018, aquella vez sin éxito, miles de mujeres se congregaron en las calles y pasaron toda la noche de vigilia esperando el resultado de la histórica votación. Muchas lloraron al conocer el resultado: la sensación compartida de que fue la presión social la que venció las resistencias y conquistó el que ha sido, en las últimas décadas, el principal reclamo del movimiento feminista en el país austral y en buena parte del mundo: la descriminalización del aborto.
A decir verdad, esa potencia de los feminismos en Argentina era ya muy visible al menos desde 2015, cuando emergió con fuerza el movimiento Ni Una Menos, que comenzó poniendo en la agenda la cuestión del feminicidio, pero desde ahí tiró del hilo de las violencias machistas, para ir articulándose con otras luchas en torno no sólo al género sino también a la racialidad, el territorio y los conflictos de clase. Y, si bien es quizá el de la Argentina el caso más destacado, feminismos diversos –rurales, periféricos, negros, trans– se expanden en toda América Latina, así como en otros territorios del Sur global.
“El feminismo del que me siento parte tomó las calles y, a partir de esta práctica, comenzó a pensar todos los espacios: de la calle al trabajo, la casa, las relaciones sexo-afectivas, etcétera”, apunta la académica y militante argentina Verónica Gago, autora de La potencia feminista. O el deseo de cambiarlo todo. “Al partir de la experiencia de la calle, de huelgas, marchas y asambleas, no se trata sólo de una cuestión de identidades, sino de organizar el conflicto y trazar alianzas políticas con gran diversidad de colectivos; es así que se va ampliando la agenda”, prosigue Gago.
Ese feminismo que parte de las calles, articula conflictos y se teje con otras luchas florece en toda América. Fueron los feminismos negros los primeros en hablar de interseccionalidad, un término acuñado por la jurista afroamericana Kimberlé Crenshaw para entender cómo se cruzan las diversas formas de opresión de género, origen étnico y clase, en una línea de pensamiento que han enriquecido autoras como Angela Davis y, en América Latina, las pensadoras del feminismo descolonial, así como los feminismos rurales, indígenas, comunitarios y favelados.
Estos distintos feminismos populares plantean la existencia de mundos plurales, frente a esa visión, propia de la modernidad occidental, de un sujeto universal que se enuncia como neutral, pero que es en realidad blanco, varón y eurocentrado.
“Lo que estamos cuestionando es que esta sociedad, que se pretende neutral, es masculina en su neutralidad, en tanto que no cuida, no reproduce, todo lo compra y todo lo vende: todo lo mercantiliza. Es el ideal del capital”, resume la pensadora mexicana Raquel Gutiérrez.
“Frente a él está la lógica de la interdependencia, y es así como funciona la vida. Debemos aprender a mirar de otra forma: a pensar de dónde tomamos agua, de dónde comemos, quién cultivó el algodón para hacer la ropa que llevamos, quién la tejió. Cuando piensas en términos de interdependencia, comienzas a entender la cuestión global, y te empiezas a hacer cargo de los flujos de la vida, que son los flujos del planeta en su conjunto”, añade.
“Cuando cuestionamos la universalidad, estamos cuestionando que algo se arroje el poder de abarcar todas las diversidades y expresar todas las diferencias. El feminismo del que vengo, donde caben mi vida y mi historia, está atravesado por mi condición de mujer afroindígena, periférica y favelada”, sostiene por su parte la brasileña Helena Silvestre, que alimenta espacios como la Revista Amazonas y la Escuela Feminista Abya Yala y milita desde los 13 años en movimientos por la vivienda digna en São Paulo. En este contexto, las ocupaciones de tierras se alzan como espacios que permiten visibilizar qué tareas son esenciales y quién las realiza: “La precariedad de las chabolas hace que tareas como lavar la ropa y cocinar se hagan en espacios comunitarios”.
Algo parecido sucede en otros muchos territorios que lidian cotidianamente con la precariedad. Así, el movimiento de las piqueteras en Argentina, en el contexto de la crisis de 2001, sacó las tareas domésticas de la privacidad del hogar para organizar ollas populares que garantizasen la comida en los barrios; este tipo de iniciativas perviven en las villas de Buenos Aires, así como en los barrios periféricos de las grandes ciudades latinoamericanas.
Guardianas de la tierra y la memoria
También son las mujeres las que se encargan del sostenimiento de la vida en aquellos territorios rurales que, en los países empobrecidos del Sur global, se están viendo amenazados por el avance de actividades extractivas como la megaminería, la extracción petrolífera o el agronegocio. Las mujeres rurales de la Unión de Trabajadoras de la Tierra (UTT) en Argentina han asociado el modelo del agronegocio, que devasta los territorios con el uso de agrotóxicos muy contaminantes para la tierra y para la salud, al orden patriarcal, mientras la producción agroecológica se describe como feminista. Y, en no pocas comunidades indígenas, son las mujeres las que están en primera línea de las resistencias contra las actividades extractivas, ya se trate del agronegocio, la megaminería, las grandes represas o la explotación petrolífera.
Ellas mismas se identifican como “guardianas” de la tierra, el agua y las semillas, así como también de la memoria colectiva de las comunidades, al garantizar el traspaso generacional de saberes ancestrales que tienen que ver, entre otras cosas, con modos sostenibles de producir alimentos.
Autoras como Vandana Shiva, Maria Mies, Silvia Federici y Francesca Gargallo lo han documentado en diferentes territorios de América Latina, África y Asia.
Estas mujeres, en muchos casos, se juegan la vida. Así lo evidenció el asesinato de la hondureña de raíces indígenas Berta Cáceres, que pagó con su vida el atrevimiento de enfrentarse a la construcción de la represa de Agua Zarca. Ella entendió las conexiones entre la violencia sexual, el modelo extractivista y la reivindicación del deseo desde los feminismos, cuando dijo: “si las mujeres no hablan de sus cuerpos entre sí, si no reconocen sus derechos al placer y a no sufrir violencia, no podrán entender que la militarización es una práctica de invasión territorial que se vincula con la violencia contra las mujeres, al utilizar las violaciones sexuales como arma de guerra”.
Pensar la política en clave femenina
“Las mujeres han estado en todos los conflictos, anónimas e indispensables. Pero, desde una lectura patriarcal de qué son las luchas y qué es político, se ocultan sus activismos, así como el trabajo reproductivo y de cuidado. Se olvida que la práctica política surge en la cotidianidad”, apunta Helena Silvestre. En efecto, a menudo se olvida que la gestión de la vida cotidiana, en la que el trabajo doméstico que garantiza la reproducción de la vida tiene un lugar central, forma parte de la política. Pero el orden patriarcal impuso la dicotomía entre lo público y lo privado, y atrincheró las tareas domésticas, asignadas históricamente a las mujeres, al ámbito de lo privado; de eso que, supuestamente, no es político.
Precisamente, uno de los mayores desafíos que están dejando los feminismos populares del Sur global es este cuestionamiento profundo de qué es hacer política.
La antropóloga argentina Rita Laura Segato habla de una politicidad en clave femenina, o feminista; ya no se trata sólo del contenido del discurso político, sino de preguntarnos qué es hacer política. Y esto pasa por entender como actos fundamentalmente políticos la organización de las mujeres en una comunidad para proveer de agua a sus comunidades, organizar una olla popular en el barrio o, en tiempos de pandemia, garantizar –a través del reparto de canastas de alimentos y otros bienes básicos– el sostén de aquellas familias que viven al día, no pueden trabajar ni aspiran a ningún subsidio estatal. En las palabras de Segato: “No es que lo personal es político; es que lo político es doméstico”.