La visita del presidente de Argentina a Chile es una buena oportunidad para insistir en la urgencia de la integración regional. Más allá de diferencias ideológicas y problemas pendientes, la complementación económica entre nuestros países es ineludible. Lo ha sido siempre, pero en el actual momento histórico es más relevante que nunca. La grave crisis sanitaria y el proteccionismo comercial internacional son inmensos desafíos, que obligan a Chile y países vecinos a reunir el máximo de sus capacidades humanas y materiales para superarlos.
En efecto, las políticas comerciales proteccionistas, iniciadas por Trump, se han acentuado como consecuencia del Covid-19. No hay indicaciones que el gobierno de Joe Biden las detendrá. La economía globalizada con segmentación de procesos productivos, que conocimos en las últimas décadas, cambiará a un sistema menos interconectado. No es que la globalización se revierta. Pero adquirirá nuevas formas.
Como en la crisis de los años treinta, el freno a la globalización obligará a cambios productivos, que permitan el abastecimiento de bienes y servicios que, hasta ahora, son cubiertos por importaciones. Ello será manifiesto en los sectores farmacéutico, equipos médicos, comunicaciones, inteligencia artificial y en alimentos.
Se abre así una nueva oportunidad en América Latina para modificar la matriz productiva en favor de la industria. Sin embargo, ello exige un paralelo esfuerzo de integración entre países de la región, para superar mercados estrechos y operar en escalas ampliadas.
Lamentablemente, las múltiples iniciativas y proyectos integracionistas que, desde los años sesenta, se han impulsado en Sudamérica no han servido para aumentar el comercio intrarregional ni para potenciar las industrias locales; y tampoco han ampliado la fuerza negociadora subregional.
A partir de los años noventa, los países de la región privilegiaron ad nauseam los tratados de libre comercio con los países desarrollados y, en los últimos años, con el mundo asiático. En vez de construir una fuerza regional propia en lo comercial, empresarial, educacional y tecnológico han competido entre ellos, en favor de una apertura sin condiciones hacia los países desarrollados, incluyendo extremos privilegios a las corporaciones extranjeras.
Esa incapacidad revela la fragilidad de un empresariado, subordinado al capital internacional; pero también muestra una clase política complaciente frente a ese empresariado y a la política norteamericana en la región. En efecto, más allá de matices, han aceptado que las corporaciones nacionales y transnacionales sobreexploten nuestros recursos naturales, en favor del crecimiento de los países desarrollados y del mundo asiático. No han hecho mayores esfuerzos por impulsar la industria nacional, favoreciendo especialmente la exportación de alimentos, combustibles y minerales para la industrialización y urbanización de China.
Las esperanzas ciudadanas, cifradas en el liderazgo progresista y de centro izquierda, que emergió en Sudamérica en la década del 2000 se frustraron. Ese liderazgo, que se benefició con el superciclo de precios de las materias primas, perdió la oportunidad de impulsar un proyecto económico alternativo al neoliberalismo y menos convertir la integración regional en componente sustantivo de un nuevo modelo de desarrollo. El resultado inevitable fue su pérdida de legitimidad, lo que abrió paso a la derecha en todos los países de Sudamérica y a una crisis vergonzante en Venezuela. Más aún, gran parte de sus dirigentes fue capturado por las garras de la corrupción.
Así las cosas, la incorporación incondicional, y sin fuerza propia, de nuestros países a la economía global no ha ayudado al desarrollo y cerró las puertas a la integración. El comercio intrarregional se viene reduciendo año tras año -como lo destaca, con preocupación, la CEPAL en su reciente informe sobre comercio- y no existen mayores complementaciones productivas.
Por otra parte, tanto en las negociaciones bilaterales como multilaterales, el accionar divididos de nuestros países frente a los poderes dominantes ha colocado a la región en posición de debilidad en temas sustantivos de la agenda internacional: apertura financiera, servicios, propiedad intelectual, inversiones extranjeras, controversias empresa-estado, entre otros.
A pesar de las dificultades que ha tenido la región para integrarse, la unión económica de nuestros países sigue siendo un proyecto irrenunciable. Por tanto, sigue vigente la preocupación primigenia del Raúl Prebisch: la integración es un componente fundamental para la industrialización y el desarrollo.
Pero tampoco hay que olvidar la advertencia de la Teoría de la Dependencia sobre la incapacidad del empresariado nacional para impulsar un proyecto nacional de desarrollo. Y este es el asunto más difícil de resolver. Porque a lo largo de décadas las burguesías nacionales se han desnacionalizado y, ahora, mucho más que en los años sesenta, se encuentran estrechamente ligadas al capital transnacional.
El camino de la industrialización es difícil. Obliga al Estado, a políticos y economistas a independizarse del gran capital y comprometerse con un proyecto nacional de desarrollo. Además, la industrialización en estrechos mercados requiere integración y complementación productiva con países vecinos. Y, ello impone superar nacionalismos estrechos e ideologismos inconducentes.
Para manufacturar, agregar valor a las exportaciones, potenciar las pequeñas empresas, generar y utilizar tecnologías de última generación, mejorar la eficiencia de la fuerza de trabajo y negociar con las potencias industriales, la unión regional resulta fundamental, más aún en las nuevas condiciones de la economía global. Para ello se necesita de políticos y economistas con inteligencia para priorizar acuerdos entre nuestros países antes que con las economías desarrolladas.