¿Se puede vivir sin estar en las redes sociales? ¿Se puede prescindir de ellas en la acción ideológica y política? ¿Cómo aprovechar su alcance sin alimentar el monstruo avaro que vive en su interior? ¿Son las redes alternativas, federadas, libres, una ficción de minorías? Estos son interrogantes a los que se enfrentan los movimientos sociales críticos, cuestionamientos que ya han rebasado el círculo de un estricto y algo hermético activismo digital.
por Javier Tolcachier
La red internet, como hoy la conocemos, tiene apenas 30 años. Si bien sus orígenes se remontan a un proyecto de carácter militar de la Agencia de Investigación de Proyectos Avanzados (ARPA) del Departamento de Defensa de los EEUU en los años 60´, cuyo objetivo era crear un sistema de comunicación capaz de resistir un ataque nuclear, los protocolos HTML, HTTP y URL serían escritos recién en Octubre de 1990 por Tim Berners-Lee, por entonces ingeniero de software en el Centro Europeo para la Investigación Nuclear (CERN) de Suiza.
La intención en esa nueva etapa fue la de conectar y facilitar el acceso al conocimiento existente en distintos lugares. El enorme potencial de esta genialidad enciclopedista se desataría a través de la gratuidad de sus códigos base. Como lo señala el mismo Berners-Lee: “Si la tecnología fuera propietaria y estuviera bajo mi control total, probablemente no habría despegado. No se puede proponer que algo sea un espacio universal y al mismo tiempo mantener el control».[1]
En 1997, el abogado Andrew Weinreich lanzaría con su grupo de conjurados, la que sería la primera red social digital, cuyo nombre “Six Degrees” hacía referencia a la tesis de los seis grados de separación, a través de los cuales una persona puede llegar a cualquier otra en el mundo.
Sin embargo, lo que en sus inicios significó construir puentes desde un esquema abierto para facilitar la relación entre cercanos y para acercar lejanías, fue derivando en el actual sistema concentrado, dominado por unas pocas corporaciones.
Contextos tecnológicos, geoeconómicos y geopolíticos
Ningún fenómeno escapa a la estructura contextual que lo rodea. De este modo, es preciso acompañar el análisis con la visibilización de algunos de los distintos vectores que acuñaron la situación presente. El más obvio es el vertiginoso crecimiento de la penetración global de internet que de 1 millón de computadoras conectadas en 1992 llega en la actualidad a más de 4600 millones de usuarios conectados (2020), alrededor de un 60% de la población global.
Asimismo, influyó en la posibilidad de intercambiar volúmenes de información a gran escala el incremento de las velocidades de conexión, aunque en ello la disparidad mundial se hace presente de manera dramática: mientras la media de 29 países de Europa Occidental muestran una velocidad de 81.19Mbps[2], los Estados Unidos de 71.3, hay varios países de África que apenas bordean 1 Mbps. Aún así, de la mano del reemplazo de los pares de cable de cobre por la fibra óptica y otras mejoras tecnológicas, hay avances en todas las regiones, aunque la brecha de velocidades continúa agrandándose.
Junto a ello, la invención y el relativo abaratamiento de teléfonos celulares con funcionalidades cada vez mayores, las mayores capacidades de almacenamiento de datos, el desarrollo de innumerables aplicaciones y los avances de la inteligencia artificial, han hecho de la red una suerte de universo electrónico que avanza de manera imparable sobre el mundo físico.
Por otra parte, la red internet acompañó y creció a la vera de la premisa de globalización neoliberal, constituyéndose en una herramienta primordial del comercio electrónico y de la especulación financiera. Los inversores de capital de riesgo hicieron crecer el valor de bolsa de las empresas del sector (las punto.com) en base a las expectativas de rédito rápido, lo cual inyectó billonarias sumas de dinero que permitieron que en un lapso no mayor de una década desplazaran de los índices bursátiles a las petroleras, mineras, aseguradoras, compañías fabricantes de aviones, entre otras habitualmente situadas en los primeros puestos de este ranking de dudoso prestigio moral.
El capitalismo en su conjunto encontró así un nuevo nicho expansivo y los jóvenes emprendedores de estilo casual (en realidad competidores tan despiadados como sus antecesores de abultada barriga y sombrero de copa) comenzaron a constituirse en los protagonistas centrales del acaparamiento virtual.
La táctica fue la de cualquier monopolio: hundir o comprar a la competencia. En ambos casos, para hacerse con sus mejores talentos y desarrollos. Así decía Mark Zuckerberg, quizás exagerando un poco, en 2010: “no hemos comprado ni una vez una compañía por la compañía misma. Compramos compañías para obtener personas de excelencia”. Desde la formalización de su dominio facebook.com en 2005, la corporación hizo 82 adquisiciones, entre las que se destacan en los últimos años redes como Whatsapp e Instagram.
De este modo, la voracidad capitalista engulló cualquier atisbo de sociabilidad humana, salvo en su propaganda.
Otro factor fundamental en la reconversión instrumental de internet y las redes sociales ha sido el aspecto geopolítico. Con la unipolaridad alcanzada por Estados Unidos en el transcurso de una cruzada que parecía definitiva (al menos según sus propios gurúes), internet y sus fenómenos conexos sirvieron (y sirven todavía) no solamente para la captación y mercantilización de nuevos espacios sino también como ariete de penetración cultural de primer orden.
Sin embargo, la emergencia de un multilateralismo opuesto a aquella pretensión imperial, junto a estrictas normas de control, barreras electrónicas y un imponente financiamiento estatal, dio lugar a la aparición de emporios de tecnología digital en China, Rusia e India, entre otros países, que se han constituido en severa competencia a los conglomerados digitales estadounidenses.
La batalla por el predominio tecnológico digital ha trasladado al espacio telemático la lucha por la preeminencia de poder en el espacio internacional. La ciberguerra en curso es expresión menos visible de las tradicionales contiendas armadas y sin embargo, está profundamente imbricada con ellas.
Más allá de la contrapolaridad surgida en las últimas décadas, la estructura de la red de internet conserva todavía las trazas hegemónicas, estando en territorio estadounidense 7 de los 13 servidores DNS raíz que constituyen el centro del sistema. Los otros 6 están divididos físicamente y dispersos geográficamente.
Extractivismo digital
Al entrar el vector productivo del capitalismo en una crisis relativa de rentabilidad, éste ha desplegado una fase de financiarización extrema afectando gravemente no solo cualquier posibilidad de estabilidad social o de vida digna, sino también llegando a desequilibrar de modo cada vez más crítico los límites de los sistemas medioambientales.
Ante esta encrucijada de crisis, la tecnología digital y, en particular, una de sus variantes más vistosas, las llamadas redes sociales, se ofrecen como la posibilidad para el capital usurero y sus adláteres de apropiarse de bienes no tangibles, erigiéndose incluso como benefactores y agentes morales de un salvacionismo ecológico.
Al enorme daño producido por el extractivismo material ilimitado para exclusivo consumo de las minorías primero, y el encadenamiento afiebrado de las mayorías después, se agrega ahora un extractivismo digital, que hace de la información que brinda cada usuario con un consentimiento engañoso, su principal commodity. Esta información, reelaborada a través de matrices de análisis de inteligencia artificial, será vendida luego al mejor postor. De este modo, el usuario de las redes sociales es transformado en producto.
La calidad predictiva de los datos acumulados, sin embargo, mejora y aumenta por tanto su valor, en la medida en que los hábitos del conjunto escrutado coinciden con la información provista a terceros. Por tanto, las redes sociales no solamente apuntan a mostrar probabilidades, sino a construir persuasivamente aquel modelo que se predice. Así, el usuario se convierte también, idealmente, en arcilla modelable en manos del poder digital.
El modelo de negocios en su esquema primario se completa con el negocio de la publicidad (siempre dirigida a través de la apropiación de los datos del usuario). Las redes son también enormes carteleras publicitarias, que ofrecen espacios de manera dirigida y segmentada, para que los interesados, pago mediante, hagan visible sus mercancías.
De una manera similar a la de los amañados sistemas de “rating” televisivo, el precio de la publicidad aumenta según la permanencia del usuario en la plataforma, por lo que los talentosos informáticos desperdician su ingenio en inventar atracciones y distracciones para que no logres salir de la telaraña.
A estas alturas es preciso separar la paja del trigo. Hay redes sociales corporativas más agresivas que otras, como Facebook, para la que estima en 2020 una ganancia neta de 21 mil millones en publicidad. Instagram, propiedad de aquella, ha crecido fuertemente, llegando ya a los 500 millones de usuarios diarios y proyectando ganancias por 12 mil millones en el mismo rubro. En el caso de Twitter, la compañía ha declarado el año finalizado como muy exitoso, totalizando 1290 millones de ganancia.
De manera global, la publicidad en las redes sociales se ha duplicado en solo cuatro años (2017-2021), pasando de 54604 millones de dólares a una cifra proyectada para 2021 de 110.600 millones.
Las notificaciones, solicitudes de “amistad” no solicitada, la acumulación de seguidores, los recordatorios de cumpleaños, las etiquetas, la elección de diversos tonos de “me gusta”, las historias y muchas otras estratagemas son solamente recursos efectivos para captar la atención. Pero el principal recurso son tus verdaderos amigos, tus familiares y compañeros, los que temes no sepan de ti si no participas de la red. Es por ellos que te dejas atrapar.
Un sistema de inteligencia planetaria
No hay mejor sistema de inteligencia que aquel en el que el propio sujeto vigilado abre el cofre de sus ideas, conductas y recuerdos de modo “voluntario”. Un sistema que además no descansa, sino que acopia, analiza, clasifica segundo a segundo volúmenes de información difícilmente imaginables.
La cercanía efectiva de las plataformas digitales con el estrecho tejido conformado por el sector militar, las agencias de inteligencia y la industria, tanto en Occidente como en Oriente, hace que la filtración de datos no sea la excepción sino la norma.
El dato estadístico se ha transformado en dato individualizado y el número en imagen, pudiendo hoy cada persona en movimiento ser identificada y localizada mediante la tecnología satelital y el crecimiento rasante de las aplicaciones de reconocimiento facial.
Minuto a minuto, el incauto usuario agrega materia prima a los sistemas de aprendizaje automático, que reconocerán luego cada imagen similar en su archivo para trazar el sistema de relaciones de cada individuo.
En su informe Surveillance Giants (“Gigantes de la vigilancia”, 2019) Amnesty International muestra cómo el modelo empresarial, basado en la vigilancia, de Facebook y Google es intrínsecamente incompatible con el derecho a la privacidad y representa un peligro sistémico para diversos derechos más, como la libertad de opinión y de expresión, la libertad de pensamiento y el derecho a la igualdad y a no sufrir discriminación.
A lo que agrega de modo terminante: “Para proteger nuestros valores humanos básicos —dignidad, autonomía y privacidad— en la era digital es necesaria una transformación radical del modo en que las grandes empresas tecnológicas desarrollan sus actividades a fin de dar paso a una Internet basada en los derechos humanos.”
Entretenimiento vs. Conocimiento
En un ensimismamiento difícil de romper, los seres humanos nos entretenemos por la ventana de las redes. Inspeccionamos la vida ajena a través de sus perfiles desarrollando un grado no encomiable de voyeurismo digital, jugamos a los cientos de juegos interconectados que cada red nos ofrece, miramos series, buscamos videos y memes graciosos. La vida pasa y se nos pasa en las redes sociales.
En 2019, según el Global Web Index, las personas entre 16 y 24 años de edad pasaron cerca de tres horas al día en redes. Actuales proyecciones estiman que un ser humano que utiliza redes sociales pasará en promedio 5 años de su tiempo vital total enchufado a este imán virtual.
Según la misma fuente, en general, y en proporción descendente las personas usan las redes para “encontrar contenido divertido”, “pasar el tiempo”, “estar al día con noticias y eventos”, “mantener el contacto con lo que hacen mis amigos”, “compartir fotos o videos con otros”, “trabajar con otros”, “buscar cosas para comprar”, “conocer nuevas personas” y “compartir mi opinión”.
Probablemente la encuesta haya soslayado la opción o quizás figure en la estadística en los márgenes descartables, lo cierto es que los menos parecen buscar conocimiento a través de las redes sociales digitales.
Impacto político
Nada nuevo agregaremos señalando el enorme volumen de información manipulada que circula a través de estos dispositivos y la utilización nefasta que habitualmente las derechas hacen de ello, estimulando el discurso de odio y la violencia. Las “noticias falsificadas”, bulos, rumores, campañas de desprestigio, la artillería de los ejércitos de troleo, circulan aquí por una ancha avenida.
Sin embargo, desinformar de manera interesada, sembrar sospechas, descontextualizar expresiones o acciones, no es nada nuevo, ni característica exclusiva de estas redes, sino práctica habitual del género periodístico de nuestros días en los medios manejados por el capital. Incluso y sobre todo, en sus secciones más “serias”, la mentira y el amarillismo son moneda común.
Lo mismo sucede con la interesada censura de ideas que adversan el sistema capitalista y con la promoción descarada de aquellas que lo defienden.
¿Qué cambia entonces con las redes? Nada y todo. Nada, porque la clasificación, discriminación, deformación y censura de la información según sea su tinte político, continúa existiendo, trasladando sus formatos a la arena digital. Todo, porque la manipulación se introduce de manera permanente a través de dispositivos que nunca dejamos a más de un metro de distancia y que, como colmo del cinismo, anuncian de manera sonora o vibrátil su intromisión. Y también, porque el tipo y cantidad de información almacenada sobre cada quien, permite enviar misiles teledirigidos de desinformación perfectamente segmentada, en tiempo real y de manera continuada.
El lado más claro de la luna
Con todas estas lacras, ¿será posible encontrar algo de interés en estos instrumentos, algún atisbo de comunicación creativa y positiva? Por supuesto.
Las personas, a pesar de todos los filtros y desvíos mercantiles, logran conectar con otras a distancia a través de redes de mensajería que consiguen abaratar y estimular el diálogo fluido e instantáneo, aun a costa de la exposición de macrodatos sensibles en aquellas donde la encriptación es apenas una pantalla.
Ante la fragmentación del tejido social agudizada por el individualismo y el debilitamiento de las formas gregarias tradicionales por la transición a un mundo posindustrial, las redes cumplen una función sucedánea, intentando compensar la progresiva desconexión de los conjuntos.
Al mismo tiempo y a sabiendas de la censura intencional que las corporaciones digitales ejercen con sus algoritmos para que nadie escape del redil conservador, la comunicación alternativa, comunitaria, revolucionaria, organiza buena parte de su esfuerzo de difusión a través de ellas, permeando en general al menos franjas contiguas de sensibilidad.
Así, se multiplican las transmisiones, los encuentros virtuales, las convocatorias de eventos y movilizaciones, la difusión periodística, el contrapunto a las pesadas formas unidireccionales.
Lejos de ser ingenua, la efectividad de esta acción despierta las alarmas de la pax romana digital de las plataformas, comenzando éstas su despiadada cacería contra las cuentas herejes, inmolándolas de inmediato con un click. Esta censura procede habitualmente contra las opciones de la izquierda global, aunque más recientemente, después de mucho tiempo de dejar que el odio supremacista las inunde, también han procedido a desmontar algunas canales de la ultraderecha. De este modo, los Torquemadas del Valle Siliconado, exhiben su verdadero rostro censor, abandonando todo vestigio de defensa de la libertad de expresión.
El ciberactivismo ha sido decisivo en la ola de movilización generacional masiva posterior a la crisis bursátil de 2008, movilización que desde Túnez y Egipto, llegó a los indignados del 15 M español, al Occupy estadounidense, al Taksim turco e incluso fue emulado en su metodología en la protesta contra la gobernadora de Hong Kong.
Claro está que en ocasiones, detrás de una legítima dialéctica impulsada generacionalmente a través de las redes, detrás de agitaciones y protestas de carácter justo, hay móviles reaccionarios que preparan y fogonean levantamientos cuyos objetivos nada tienen que ver con posturas de evolución social. En estos casos, las redes suelen abrir compuertas de manera interesada a las corrientes que mejor pagan y más provechosas son para sus fines y cerrarlas cuando los propósitos de la facción globalista del capitalismo se ve contrariada. Pensar que las corporaciones digitales son neutras es de una ingenuidad absoluta, de graves consecuencias.
Corolario
¿Se puede vivir sin estar en las redes sociales? ¿Se puede prescindir de ellas en la acción ideológica y política? ¿Cómo aprovechar su alcance sin alimentar el monstruo avaro que vive en su interior? ¿Son las redes alternativas, federadas, libres, una ficción de minorías? Estos son interrogantes a los que se enfrentan los movimientos sociales críticos, cuestionamientos que ya han rebasado el círculo de un estricto y algo hermético activismo digital.
En América Latina y el Caribe, viene creciendo desde hace un par de años la iniciativa Internet Ciudadana que exhorta firmemente a articular los distintos sectores para abordar de manera transversal, conjunta y con anclaje territorial real este desafío, hacia la democratización y descolonialización del sistema digital.
Entre sus primeras propuestas, el espacio propone acometer la sensibilización masiva sobre la problemática, efectivizar el acceso a internet como derecho humano implementando al mismo tiempo la alfabetización digital con sentido crítico. Del mismo modo, promueve el uso de tecnologías libres sin abandonar los campos centrales de disputa comunicacional con la producción de contenido informativo contrahegemónico de calidad desde y para los sectores populares.
Por otro lado, como bandera prioritaria de lucha se proclama la necesidad de establecer un régimen de potestad y protección sobre los datos que ilegalice su apropiación. Del mismo modo, es preciso regular el accionar de las plataformas digitales hegemónicas desde los Estados y a través de mecanismos de integración regional, mientras se van creando o fortaleciendo herramientas similares de carácter soberano. De suyo, este accionar debe ser integrado en el marco de proyectos políticos de base amplia, cuyos programas contemplen a las nuevas tecnologías, y en especial, a los canales digitales como vías de emancipación y no de enajenación cultural o económica.
En definitiva, para que la tecnología sirva a la liberación humana y a la evolución de la vida, debe ser reconocida como lo que en realidad es: un bien común, acuñado colectivamente en el proceso histórico de la experiencia humana.
[1] History of the web. Web Foundation. https://webfoundation.org/about/vision/history-of-the-web/
[2] https://www.cable.co.uk/broadband/speed/worldwide-speed-league/
Javier Tolcachier es investigador en el Centro Mundial de Estudios Humanistas y comunicador en agencia internacional de noticias Pressenza
Publicado originalmente en La Jiribilla – Revista de Cultura Cubana