Por Jorge Molina
“Para que un tirano no pueda utilizar un ejército contra su pueblo, es preciso separarle de aquel, aislarlo, pues si el ejército está unido al pueblo, resultará muy difícil poder usarlo contra él”.
Miguel Busquets
Ya Daniel Jadue había causado cierta polémica en grupos privilegiados por solicitar un estatuto de garantías a las Fuerzas Armadas y al Partido Demócrata Cristiano en el caso de que él resulte electo Presidente de la República. No obstante que los círculos derechistas y financieros del país pusieron el grito en el cielo con aquella declaración, es menester efectuar una sucinta revisión histórica para refrendar y apoyar el requerimiento del edil de Recoleta, ya que en la historia republicana de Chile los cuerpos armados mercenarios, revestidos de legalidad por el patriciado mercantil triunfante, han sido el brazo ejecutor, literalmente, de las directrices implantadas por la clase alta en detrimento del pueblo llano.
En Chile, de acuerdo al historiador Gabriel Salazar, no hemos construido ni un Estado desarrollista ni un Estado democrático-participativo. En tres oportunidades: 1829 (por los mercaderes de Diego Portales), 1925 (por los políticos liberales liderados por Arturo Alessandri Palma) y 1973 (por los economistas neoliberales amparados primero por la dictadura de Pinochet y luego por las coaliciones políticas post-dictatoriales), el Estado nacional ha sido construido a partir de golpes militares (dos de ellos extremadamente sangrientos), con usurpación de la soberanía ciudadana y para implementar el mismo paradigma liberal anglosajón. La ciudadanía no ha ejercido nunca, por tanto, su soberanía, y ha sido reducida una y otra vez al uso degradante del derecho a petición, como también a la periódica elección individualista de los candidatos designados y controlados mayoritariamente por la clase política liberal. Con el agravante de que 2/3 de esa ciudadanía vive de un empleo precario e inserta en una economía informal, en la que predomina el tráfico de diferentes especies y servicios. Es decir, no hemos construido ni un Estado verdaderamente democrático, ni ciudadanos soberanos, ni verdadero mercado interno.
Las guerras civiles de 1829 y 1891 y los golpes de Estado de 1924-1925 y 1973 se produjeron después de avisos más o menos prolongados que anunciaban la crisis política. Se pudo ver el avance de los sectores más recalcitrantes y conservadores que promovían el quiebre antes que las posibilidades del acuerdo, la ruptura frente a una última oportunidad de arreglo.
Durante el siglo XIX el ejército era oligárquico-mercenario, fue creado en 1829 con la intención de destruir al Estado y al ejército constitucional aplastando, de esta manera, al pipiolaje civil y militar en la batalla de Lircay (1830), hecho que puso fin a la guerra civil.
En 1891 el patriciado mercantil, principalmente inglés, financió a un ejército y marina sediciosos para: derrotar al ejército constitucional y para establecer una función protectora para acumular el tesoro mercantil a través de la especulación financiera y bancaria que estaba siendo desmantelada por la política desarrollista e industrial de José Manuel Balmaceda.
En 1924, casi finalizando el mandato de Alessandri Palma, el Comité Militar prefirió seguir funcionando y le pidió a éste que disolviera el Congreso Nacional. Tras este hecho, Alessandri, sumergido en una situación que ya no podía manejar, vio su poder en jaque y prefirió renunciar, autoexiliándose en la Embajada de Estados Unidos. Sin embargo, no fue aceptada su renuncia y en cambio se le dio licencia por seis meses para ausentarse del país. El general Altamirano asumió la vicepresidencia y enseguida se formó una Junta de Gobierno integrada por él, el almirante Francisco Nef y el general Juan Pablo Bennet, la que procedió a disolver el Congreso y aceptar finalmente la renuncia de Alessandri. Termina de este modo el régimen parlamentario, quebrándose el régimen constitucional. Posteriormente, ocurrió el golpe de Estado del 23 de enero de 1925 liderado por oficiales de rango medio de las Fuerzas Armadas, entre ellos Carlos Ibáñez del Campo que derrocó a la junta de gobierno presidida por Luis Altamirano Talavera.
La dictadura cívico-militar, encabezada por Augusto Pinochet, defenestró al gobierno constitucional y popular de Salvador Allende, en connivencia con la derecha política y con los auspicios de la Casa Blanca, a punta de balas y tortura sistemática, trajo como secuelas que cerca de 35 mil personas fueron víctimas de violaciones a sus derechos fundamentales; de ellas, 28 mil fueron torturadas, 2.279 ejecutadas y 1.248 permanecen en situación de detenidos y detenidas desaparecidos (as).
Desde que las tropas mercenarias de Diego Portales, José Joaquín Prieto y Manuel Bulnes (ejercito oligárquico) aniquilasen al ejército de ciudadanos en la Batalla de Lircay, lo que se ha instalado en nuestro país son cuerpos armados diseñados estructuralmente para defender las prerrogativas, los intereses y el orden de las clases dominantes.
Las Fuerzas Armadas, y en especial el ejército, han tenido un rol fundamental en la construcción, consolidación y defensa de un Estado autoritario, centralista, oligárquico, favorable a una minoría privilegiada residente en Santiago. Fueron estos cuerpos armados los que sometieron a las provincias a la hegemonía capitalina tras diversas Guerras Civiles (1829, 1851 y 1859, por ejemplo), las que sometieron a Chiloé, anexaron las tierras de Magallanes (permitiendo el exterminio de la población originaria), las que invadieron y usurparon territorio mapuche y el norte sojuzgando a aymaras, quechuas, collas y likanantay, los que colonizaron Rapa Nui y la Antártica. Invasiones, despojo, matanzas, represión, fueron las herramientas con las cuales el ejército y la armada construyeron el territorio chileno.
Ya en 1871 El Mercurio de Valparaíso, en una especie de radiografía epocal, reafirmaba sin ambages la postura clasista y desdeñosa de la élite socioeconómica hacia las clases bajas:
“Chile es república en el nombre pero no en el hecho, aquí hay clases superiores, hay distinciones profundas, hay privilegios, hay inmunidades de toda especie. Aquí lo que se denomina aristocracia es todo; pero lo que se llama pueblo es nada… A las clases trabajadoras se las desprecia”.
El historiador Gabriel Salazar nos recuerda, en su Del poder constituyente de asalariados e intelectuales, que durante el gobierno de Salvador Allende existía una ostensible ingenuidad acerca del apego irrestricto de las Fuerzas Armadas hacia el orden constitucional; sin embargo, ellas y el ejército, en particular, habían intervenido 22 veces en la historia política nacional y todas ellas contra los movimientos democrático-populares, transitando desde el asesinato de Manuel Rodríguez hasta la matanza de Pampa Irogoin y el golpe de Estado de 1973. En definitiva, el ejército ha sido fraccionalista más que nacionalista.
Las Fuerzas Armadas convenientemente no recuerdan a los mapuche exterminados en la denominada “Pacificación”, el derrocamiento de Balmaceda, a los más de 2.000 muertos en Santa María de Iquique, las acciones del Regimiento Esmeralda en la salitrera de San Gregorio, los 500 muertos de la Masacre de Marusia, los 2.000 asesinados en La Coruña, los más de 400 acribillados en Ránquil, los ataques de la Aviación en la población José María Caro, entre otras “gloriosas” acciones que precedieron al infame genocidio iniciado el 11 de septiembre de 1973.
No obstante, debemos recordar a los que sí le trataron de dar algo de gloria y compromiso popular a las Fuerzas Armadas. Debemos reconocer el valor de los soldados y marinos que se mantuvieron leales al Presidente Balmaceda; de los marinos sublevados en 1931 en cuyo manifiesto indicaban que “no apuntarían sus armas en contra de sus hermanos de pueblo”; de Marmaduke Grove alzándose con la Fuerza Área y participando en la República Socialista; de los 74 estudiantes de la Escuela de Ingeniería Naval que realizaron una huelga en 1961 por la mala alimentación y los malos tratos; de los cientos de marinos que en 1973 se levantaron para oponerse al golpe de Estado, siendo torturados por sus propios camaradas de armas; de los cientos de conscriptos, soldados, cabos, oficiales y generales que se negaron a participar de la masacre contra su propio pueblo el 11 de septiembre de 1973.
En fin, esa es la verdadera historia del ejército de Chile y las Fuerzas Armadas, cancerberos de la aristocracia y el capital, verdugos históricos del progreso social y de la clase popular.