Veinte años. Y el primer recuerdo de esos días es precisamente Carlo Giuliani. Un disparo desde una furgoneta de los Carabinieri. Carlo cae en un charco de su propia sangre. Dos veces el vehículo acorralado intenta escapar de la trampa en la que se ha visto envuelto, en esa calle maldita en la que nunca debería haber entrado. Dos veces pasa por encima del cuerpo del joven Carlo. Veinte años.
En esos días la ciudad de Génova acogió la reunión del G8, los países más industrializados y ricos del mundo: Estados Unidos, Japón, Alemania, Francia, Reino Unido, Canadá, Rusia e Italia. Iban a discutir la forma en que se iba a repartir el mundo, cómo explotar sus poblaciones, sus riquezas naturales. Iban a planificar la globalización económica conseguida a través de la atomización del trabajo, las privatizaciones, las expansiones empresariales subnacionales, la libre circulación de capitales sujeta a fuertes restricciones de movimiento entre la población del sur pobre y el norte rico. La guerra fría, la división del mundo en dos bloques ideológicos, había terminado diez años antes. El 11 de septiembre no podía ni imaginarse. Internet y las comunicaciones instantáneas ofrecieron al mundo la ilusión de una unión fraternal capaz de normalizar los pensamientos, los comportamientos, los corazones y las mentes: una Cajita Feliz comunitaria capaz de aplacar todos los deseos, capaz de acabar con todas las diferencias. Génova como Yakarta, Tokio como Lagos, Londres como Caracas, Berlín como Río de Janeiro, un mundo construido como una gran sala de espera, un vestíbulo de aeropuerto internacional, igual en todas las latitudes, un no-lugar donde uno puede sentirse parte de un todo, donde uno puede finalmente sentirse en casa. Los grandes de la Tierra ya habían decidido. Fue el 20 de julio de 2001.
Vinieron de todo el mundo, colectivos, desempleados, jóvenes, estudiantes, trabajadores, hombres y mujeres de los servicios sociales, del sector del voluntariado, de la cooperación internacional. Vinieron por miles, trescientas, cuatrocientas mil personas iban a ocupar la ciudad para decirle al G8 que nadie podía decidir nada sin consultar a los pueblos del mundo. La gran prensa italiana, bajo el control directo de Silvio Berlusconi -que, además de dueño de los monopolios de la información, era entonces Primer Ministro-, sin escuchar los análisis y las propuestas de los grupos de estudio y las comisiones de todas partes, definió a esos miles de personas como tercermundistas, antimodernos. Meses de preparación, no sólo para protestar, sino para proponer medidas que hoy se saben justas, pero que en aquella época se despreciaban; el mundo globalizado iba a ofrecer felicidad y prosperidad para todos. Los pueblos sabían que la realidad era muy diferente de la que difundían el G8 y los medios de comunicación homogéneos.
El movimiento, denominado NO GLOBAL, denunció la actuación de las multinacionales que producían sus mercancías en países donde los costes laborales eran los más baratos posibles, gracias a la ausencia de normas y leyes laborales que protegieran a los trabajadores. Respondieron que la deslocalización de empresas generaría puestos de trabajo y riqueza en los países más pobres para que pudieran disfrutar por fin de bienes y servicios de consumo con una gran capacidad de intercambio. Ahora, los mismos países del G8 se han dado cuenta de que las multinacionales no pagan impuestos, ni en su país de origen ni en los países donde han decidido trasladar sus industrias. Hoy es el propio Joe Biden quien presiona a los líderes mundiales para que eviten invertir en países que no garantizan los derechos laborales; es el propio Biden quien propone un impuesto del 15% sobre los beneficios brutos de estas empresas.
El movimiento NO GLOBAL estaba totalmente en contra de la especulación financiera que la incipiente globalización favorecía a través de la ausencia de impuestos y tasas sobre las transacciones de capital, y proponía un mayor control sobre los paraísos fiscales y el blanqueo de dinero derivado de los tráficos ilícitos. Hoy en día, este es el tema central de toda la acción gubernamental contra la corrupción sistémica del mundo financiero y empresarial, centrada más en la especulación que en la inversión en la producción.
El Movimiento NO GLOBAL decía que las finanzas especulativas eran una enorme burbuja a punto de estallar debido a que no se basaban en activos producidos por el trabajo, sino en proyecciones futuras de materias primas inexistentes. La crisis económica mundial de 2008, de la que aún no hemos salido, provocada por el estallido de la burbuja en el mercado de préstamos estadounidense, fue la prueba de que las predicciones eran correctas.
El movimiento NO GLOBAL se opuso firmemente a la acción imperialista, a la creación y al fomento del estado de guerra permanente en los países de Oriente Medio. Hoy sabemos que la intervención estadounidense en Irak, basada en falsas pruebas sobre la existencia de armas de destrucción masiva, provocó un vacío de poder y la aparición de grupos autónomos que se aglutinaron en el ISIS y sus células se extendieron por todo el mundo, capaces de volar autobuses en Londres, metros en Madrid, discotecas en París. Cuando el movimiento NO GLOBAL preveía todo esto, se definía como enemigo de Occidente y amigo de los terroristas.
Y por último, el movimiento quería la creación de una Unidad Europea de los pueblos y no de los bancos. Una unión continental fundada en el derecho de las personas y no en la facilidad de tránsito de las mercancías. El movimiento quería una Europa en la que las relaciones entre los pueblos fueran igualitarias y no se basaran en la capacidad productiva de las economías de las respectivas naciones, una Europa de la libre circulación de los pueblos y no un continente rodeado de muros, en el que el derecho a emigrar se convirtiera en un delito y el mar Mediterráneo -cuna de la civilización occidental- se convirtiera en el mayor cementerio del mundo, en el que embarcaciones de personas desesperadas se hundieran bajo la mirada cómplice de los poderes económicos. Tildado de ingenuo y utópico, unos años más tarde, el movimiento vio cómo la crisis de Grecia encendía la confianza en la Unión Europea y en su moneda, controlada por el consorcio internacional de bancos que impuso la política de austeridad, compuesta por salvajes privatizaciones y recortes sanitarios. La pandemia, los miles de muertos cargados en camiones militares, que conmocionaron al mundo, demostraron una vez más que las propuestas del movimiento de hace veinte años eran correctas. Tan correcto que ahora la misma UE ha puesto a disposición 700.000 millones de euros para invertir en la recuperación económica, financiar a los pequeños productores y poner en orden la gestión sanitaria de los países más afectados.
El movimiento NO GLOBAL reclamó un acuerdo mundial sobre el clima, un verdadero plan para reducir y controlar la contaminación ambiental, mediante el uso de energías limpias y renovables, la producción sostenible, la preservación de los bosques, la nacionalización de los recursos hídricos para preservarlos de los ataques especulativos y la privatización.
Todo esto hace veinte años.
Cientos de miles de personas en Génova.
La policía atacó.
La ciudad explotó.
La mano asesina disparó.
Carlo cayó.
El movimiento NO GLOBAL tenía razón.
Carlo Giuliani nació en Roma en 1978 y murió en las calles de Génova el 20 de julio de 2001. Tenía veintitrés años.