Nuestra democracia no tiene que pasarse la vida peloteándose el país entre dos antagonismos. Somos libres de rebelarnos al karma de la polarización y superar esta manía de intercambiar miedos como si fueran monas de futbolistas. Podemos elegir ser más ciudadanos que náufragos, tomar el control con los deberes y derechos que eso implica, y dejar de ir a la deriva a merced de los egos de turno. Nos debemos una oposición sensata, estructurada y objetiva, que no se desgaste fracturándose por dentro, sino que se dedique a reconstruir país.
Llevamos tres años y cinco meses endosados a un Gobierno que disfraza de perfeccionismo la catástrofe y de legalidad el sabotaje. Eso sí… ¡trizas es lo que hay!: en la economía, impresentable si dejaran de compararla con un año sinónimo de tragedia nacional y mundial; trizas en el desempleo de dos dígitos; trizas en los trapos rojos y en las pequeñas y medianas empresas quebradas (no es exclusividad colombiana y no solo es achacable al Gobierno). Trizas en la vida de líderes sociales y excombatientes asesinados. Trizas en el aumento de masacres y desplazamientos: según la OCHA (Oficina de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios), en Colombia entre enero y noviembre del 2021 más de 72.000 personas tuvieron que abandonar sus hogares, eso es un aumento del 200 % en el número de desplazados (respecto a enero-noviembre de 2020); más del 50 % son afrocolombianos del sur del Pacífico y 15 %, indígenas. Trizas por la amenaza de ese monstruo químico llamado glifosato y por el desconocimiento de lo que logró (mientras lo dejaron) el programa de erradicación voluntaria y sustitución de cultivos. Trizas por la miopía de creer que la ausencia de Estado y la violencia en los territorios se arreglan mandando más soldados a patrullar la muerte. Trizas en las zonas rurales ocupadas ahora por la proliferación de grupos armados, mientras el tema de la paz total se volvió un trozo de hielo enfermo, metido la Congeladuría General de la Nación (una ía que nos faltaba para aumentar el fortín burocrático). En el 2021 más de 57.000 colombianos (78 %, indígenas del Chocó y 18 %, afrodescendientes) fueron víctimas del confinamiento causado por la pócima que resulta de mezclar las balaceras entre grupos armados con variables dosis de ignorancia y complicidad, de indiferencia e impotencia.
Y podríamos seguir la lista de fracasos que duelen pero no sorprenden, porque del presidente para abajo y para arriba abundan los ejemplos de lo que uno jamás habría querido que le pasara al país de uno… ni al país de nadie.
Con honrosas excepciones, nos ha faltado, por décadas y por cobardes, firmeza para rechazar la violencia y corregir sus orígenes. Llegamos a matarnos tanto, en parte, por habernos negado a solucionar racionalmente nuestras diferencias; nos acostumbramos a convivir con las inequidades y a ver morir a la gente como si el país fuera un videojuego con la muerte fácil y falsamente reversible.
No hay violencias merecidas, ni buenos muertos, ni un blanco perfecto para las balas. No hay torturas aceptables, ni atentados defendibles. Eso lo entendieron los firmantes de paz que han obrado en valor y en consecuencia. Pero lo ignoran algunos miembros del Estado y fuerzas ilegales como el Eln, las disidencias de las Farc y clanes de narcos. Y así, entre círculos viciosos de violencia y anacronismo, queda la barbarie servida en bandeja de plomo, para que ciertas hierbas del pantano la capitalicen con su tradicional argucia. ¡Nadie sabe para quién trabaja! ¿O sí?