Eran las 3 de la madrugada del 4 de febrero de 1976, cuando me despertó la primera sacudida violenta. Algo me indicó que no era uno de esos temblores que pasan sin consecuencias; esa sensación me despejó de golpe. Mi hija, de 7 años, dormía en la habitación de al lado, con su cama junto a un enorme ventanal de vidrio, de suelo a techo; mi primer pensamiento fue correr a sacarla de inmediato. Intenté entrar en su dormitorio pero el suelo se sacudía de tal manera que me impedía avanzar. Nunca tuve tanto miedo. Solo recuerdo haber salido finalmente con ella sin haber rodado por las escaleras y alcanzar la calle en medio de la incertidumbre y el pánico.
El muro de adobe que rodeaba el jardín vecino se desplomó con el segundo remezón, invadiendo el aire con una nube de polvo amarillento que quedó suspendida durante largo rato, convirtiendo el espacio en un escenario de pesadilla. Poco imaginábamos en esos primeros momentos el alcance de la tragedia que sumiría a Guatemala en un profundo duelo durante largo tiempo. Fueron miles las víctimas y más de un millón de familias perdieron su hogar en una peores catástrofes del continente.
De eso, han pasado ya 46 años, y cada vez que sucede un evento similar en algún punto de este continente, el cual se encuentra posado sobre una red activa de importantes fallas geológicas y sembrado de volcanes igualmente activos, cuesta comprender por qué, ante tal cúmulo de amenazas naturales, todavía se producen tragedias evitables. Es cuando tenemos la obligación de dudar de la capacidad de los gobernantes para dirigir las políticas públicas en países tan vulnerables a los eventos naturales y a los efectos del cambio climático, dada la criminal ausencia de controles y medidas de prevención, para las cuales cada año se escatiman recursos. Esta es una realidad cruda y puntual y demuestra la escasa atención general sobre la importancia de la vida y el establecimiento de normas para protegerla.
Aun cuando la amenaza de una catástrofe se encuentra latente en la mayoría de nuestros países, del mismo modo puede apreciarse la escasa información sobre medidas de prevención en escuelas, colegios, instituciones y empresas, la falta de señalética en edificios públicos y privados y la razonable duda de si se construyeron respetando a cabalidad los códigos y normas de construcción. ¿Cuántos cines, restaurantes, discotecas y centros comerciales poseen sistemas de alerta o salidas de emergencia accesibles y bien identificadas? ¿Existe algún mapa de riesgo a nivel nacional, utilizado como herramienta de planificación urbana o vial? ¿Están conscientes las autoridades de la necesidad de fortalecer a las instituciones de socorro?
Recuerdo el terremoto devastador de Guatemala como si hubiera sido ayer. Me veo sentada en la cuneta frente a la casa en donde vivía, combatiendo el frío de la madrugada con una botella de ron y el miedo constante a una devastación que, dadas las condiciones precarias de la mayoría de la población, sería dantesca.
La naturaleza dinámica de nuestro continente no perdona. Conscientes de vivir sobre un territorio inestable, es imperativo y urgente establecer la institucionalización de modernos sistemas de prevención, educar a la población sobre conductas y procedimientos de seguridad y, por encima de todo, fiscalizar el proceder de las autoridades en cuanto al respeto de normas de construcción y ordenamiento urbano. La vida es primero.