En la Constitución de 1980, y también con los cambios que incorporó el presidente Lagos en 2005, el sector privado tiene un campo indiscriminado de acción para el ejercicio de cualquier tipo de actividad, que incluye también el área social. En cambio, las puertas del Estado se encuentran cerradas para impulsar iniciativas económicas, y al mismo tiempo la Carta Fundamental, al convertir a la educación, salud y previsión en actividades mercantiles, desprotege a la mayoría de la sociedad, en especial a las familias que no cuentan con recursos para protegerse a sí mismas. El Estado se ha reducido, entonces, a un rol estrictamente subsidiario, anulando su carácter solidario.
Los redactores de la Constitución de 1980, inspirados en el individualismo de Hayek y Friedman, pero también aprovechando la fuerza de las armas de Pinochet, no tuvieron escrúpulos en terminar con el rol activo que el Estado ha tenido a lo largo de la historia, en Chile y en el mundo entero. Porque el Estado fue el que en nuestro país desarrolló industrias, que el sector privado no tenía condiciones de impulsar: Chilectra, Endesa, ENAP y CAP, entre otras. De hecho, lo mismo ha sucedido en Estados Unidos, Europa y los países del Asia.
En el ámbito productivo, constatamos hoy día que, después de la década del 90, años de crecimiento vigoroso de la economía chilena, la productividad se ha estancado, porque la estructura económica concentrada en recursos naturales ha agotado su dinamismo.
Por tanto, para recuperar la productividad y relanzar la economía se precisa diversificarla, ir más allá de la explotación de recursos naturales. Y para ello el Estado subsidiario no sirve. Se requiere un sector público promotor de transformaciones, que invierta en ciencia y tecnología, que genere y/o apoye nuevas industrias, con énfasis en mayor valor agregado, y con una política económica orientadora de los mercados y no disciplinada por los mercados.
También, la capacidad regulatoria del Estado encuentra restricciones en la actual Constitución, con costos sociales ineludibles. En efecto, conductas empresariales monopólicas, colusiones de precios e incluso estafas directas (como en el caso de La Polar) han impedido al Estado regular estos actos delincuenciales. Los depredadores se sienten cómodos con los recursos judiciales de protección y amparo y, cuando son sancionados, las condenas son irrisorias. Por tanto, para proteger a la sociedad de las agresiones empresariales es necesario instalar un Estado regulador efectivo y, por cierto, terminar con la ficción de la capacidad autorregulatoria del mercado.
Sin duda, la mercantilización de los bienes públicos constituye uno de los mayores cuestionamientos a la Constitución de 1980. Las protestas del 18-O lo pusieron de manifiesto. En efecto, la carta constitucional señala que la salud y educación son servicios de atención públicos o privados. A ello se agrega un sistema de previsión social, sólo permitido al sistema privado de las AFP.
Así las cosas, las familias del barrio alto, pagando isapres y colegios particulares, obtienen una elevada calidad en sus atenciones de salud y educación, mientras que en Puente Alto la atención en hospitales y escuelas públicas es de calidad vergonzosa. Al mismo tiempo, la cantidad de dinero, aportado individualmente a las AFP, determina el monto de jubilación obtenido en la vejez, con diferencias abismales entre gerentes y profesores jubilados.
La política de focalización, que durante 40 años ha acorralado a los pobres en su pobreza, levantando una muralla divisoria en la salud, educación, vivienda y previsión, mostró su completo fracaso con la pandemia del Covid-19. Y, en medio de una crisis sanitaria inédita, se confirmó que la focalización ha resultado un fracaso, lo que obligó al Parlamento a universalizar la entrega de recursos para la protección de toda la sociedad y debió hacerlo, aunque lamentablemente, con el retiro de los propios fondos de los afiliados a las AFP.
La universalización de derechos es un reconocimiento a nuestra común pertenencia a la sociedad y constituye la vía más eficaz para terminar con las exclusiones, que tensionan nuestro país. En consecuencia, renunciar a la focalización permitirá asumir un claro compromiso con la declaración de derechos humanos de las Naciones Unidas, que señala: “Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure a él y a su familia la salud y el bienestar, en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios” (Art. 25.1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos).
La sociedad se cansó de estas desigualdades y ahora entiende, perfectamente, que la Constitución pinochetista es la responsable del robo de sus derechos sociales. Es una Constitución tramposa, como ha dicho con lucidez Fernando Atria, y por ello hay que tirarla a la basura y redactar una completamente nueva. Y en eso estamos. En eso están los constituyentes, abriendo camino para que una nueva Constitución otorgue una justa dirección a la vida económica y social de nuestro país.
La Convención Constitucional ha propuesto, con justicia, reemplazar el rol subsidiario que le otorga al Estado la Constitución de 1980. Sin embargo, se produjo en estos días cierta controversia en la asamblea constitucional, lo que significó que la propuesta retornara a comisión para una discusión adicional. Tuvo el rechazo, como era de esperar, de los representantes de la derecha, pero sorprende que la tuviera también en la ex Lista del Pueblo y en los miembros de los escaños reservados.
Este es un asunto de la primera importancia, tanto para garantizar derechos sociales universales, como también para contar con un Estado activo en lo económico y protector del medioambiente. Por ello esperamos que, superada la controversia, se formalice, sin vacilaciones, el reemplazo del Estado subsidiario y se incorpore el concepto de Estado Social de Derecho en la nueva Constitución.