Apreciaba a Cristián Warnken y su “Belleza de Pensar”, cuando dedicaba su tiempo a entrevistas literarias. No puedo decir lo mismo ahora que optó por la política. Su esfuerzo amarillo, que aglutina a molestos por las transformaciones de una nueva Constitución, intenta proyectar sus angustias personales al conjunto de la sociedad chilena. Lo reitera en un reciente artículo dedicado a lo que denomina “el fantasma del Rechazo” que, según él, estaría recorriendo todo el país (El Mercurio, 07-04-2022). Lamento el nuevo camino que está transitando el letrado.
Warnken, gracias a El Mercurio que lo apoya con entusiasmo, se convierte en vocero de los defensores satisfechos de la Constitución de 1980 y es alentado también por algunos que desde la centroizquierda frustraron el sendero de cambio de un modelo marcado por injusticias y desigualdades. Así neoliberales de nacimiento y defensores de la transición a lo Gatopardo sonríen con sus afiebradas líneas.
El columnista, en su ejercicio publicitario, utiliza la frase del Manifiesto Comunista de Marx como una inquietante metáfora (Un fantasma recorre …) y, después, amenaza con el Qué Hacer (citando a Lenin), por la incertidumbre que inspira su anunciado Rechazo. Con ello intenta mostrarse como un conocedor del pensamiento marxista, pero sobre todo devela sus angustias y su propio fantasma: el temor a los cambios que anuncia la nueva Constitución.
Warnken anuncia que el rechazo a la nueva Constitución estaría recorriendo los caminos de Chile, olvidando que falta mucho por andar: el 4 de julio se entrega el texto final al Presidente y el 4 de septiembre será el plebiscito. En realidad, lo que recorre el país es una campaña sistemática, y muy bien planeada, de “el partido del orden”, de los empresarios y de los medios de comunicación de la derecha para desprestigiar el trabajo constituyente.
A los que no quieren cambios en Chile les fue muy mal en la elección de los convencionales y se han esmerado en descalificar su desempeño con entusiasta sustento en los grandes medios de comunicación. Ni siquiera apuntan a las decisiones finales de la Convención, sino al millar de muy diversas iniciativas provenientes de organizaciones ciudadanas o de algún constituyente en particular que van quedando en el camino.
El letrado crítico caracteriza el trabajo de la Convención de “maximalista y refundacional”, utilizando para ello ejemplos discutibles: la descentralización regional, que califica de “autonomías infinitas de los territorios”; la paridad, que denomina “sesgo de género”, llegando al extremo de ironizar sobre el acuerdo plurinacional. Warnken desconoce que estos tres temas, entre muchos más, no han surgido de la cabeza de algún extremista de izquierda, sino representan demandas ciudadanas masivas, de larga data, que retomaron fuerza con el hito histórico del 18-O, cuestionando el centralismo, el oprobio a las mujeres y la represión a los pueblos originarios.
Aquí no hay maximalismo alguno, sino el desafío de abrir camino hacia una democracia plena, con cambios que aseguren un país más justo. Como la transición no terminó de garantizar derechos políticos, económicos y culturales a la mayoría, tuvo que venir la revuelta del 18-O para exigir transformaciones indispensables. Y luego, de forma transversal, ante una emergencia ineludible, el Acuerdo por la Paz sentó las bases para que una Convención Constitucional definiera nuevas reglas del juego, para terminar con la democracia a medias que hemos vivido. Y en eso estamos.
Curiosamente, la vasta cultura literaria de Warnken no le ha servido para comprender y respetar las demandas ciudadanas que buscan recuperar una democracia plena para el país, la que fue conculcada por la Constitución Guzmán-Pinochet y por el neoliberalismo de Friedman y sus Chicago Boys. En ello no hay maximalismo alguno, sino el más puro interés republicano para que se imponga la decencia y terminen los abusos y las injusticias.
Además de acusar de maximalistas a los constituyentes, el letrado se atreve a calificarlos de refundacionales, de querer reinventar el país. Se confunde, porque quienes refundaron el país fueron abogados conservadores y economistas neoliberales, apoyados por las armas de Pinochet. Al revés de lo que cree Warnken, el esfuerzo de los constituyentes no es reinventar Chile, sino justamente lo inverso: terminar con la refundación neoliberal y recuperar una República democrática.
La tarea de los convencionales es, sin duda, difícil porque tienen que redactar un marco constitucional que genere, entre otras cosas, condiciones para que se garanticen derechos sociales universales en salud, educación, previsión y vivienda; que la paridad de género termine con el abuso de las mujeres; que la presencia de las regiones deje atrás el agobiante centralismo; que la protección del medioambiente sea un componente ineludible de la vida nacional; y, que el derecho al trabajo sea parte sustantiva de la estrategia de desarrollo económico del país.
Los constituyentes elegidos a la Convención provienen de todas las regiones, de signos políticos distintos, integrando una gran cantidad de independientes, sumando representantes de pueblos originarios y garantizando la paridad de género. Ciertamente una diversidad que no estaba presente en la política tradicional. Fueron parte de los excluidos en la semidemocracia de la transición, ahora están participando en la redacción de la nueva Constitución y en adelante serán parte activa de la vida política nacional. Esto a Warnken no le gusta o no lo entiende.
Es cierto que en la discusión constitucional algunos representantes ciudadanos plantean ideas o propuestas insensatas, lo que tampoco es ajeno al Parlamento nacional. Pero ello es parte de toda discusión política y de la vida misma. Más relevante, como señala Fernando Atria, es que la Convención logró dar representación a voces y sectores que estaban excluidos de la participación ciudadana.
En consecuencia, calificar de “desmesura” o “embriaguez”, como lo hace Warnken, el trabajo realizado por la gran mayoría de los constituyentes es sumamente arbitrario. Es lo que lo lleva a terminar su columna en El Mercurio, como lo haría un agitador profesional: ¡Vamos a decir que no…oh, oh!
Así como especulador opinólogo, a cinco meses del plebiscito, adelanta un oblicuo rechazo a la nueva Constitución y anima a sus amarillos, cuando todavía no está redactada la propuesta a plebiscitarse. Curioso demócrata.
Ciertamente algunas propuestas surgidas en comisiones de la Convención son más que cuestionables y lo relevante es centrar la atención, con rigor, en las que resulten aprobadas en el Pleno de la Convención para ser sometidas a la consideración ciudadana. Todavía hay mucho camino por recorrer. Ni Warnken ni las encuestas tienen la última palabra.
Lo que hace el hombre de libros devenido en político, ante la lejanía de alguna revolución o de un posible “totalitarismo comunista” es imaginar y reproducir nuevas confrontaciones. Para él los maximalistas están en los 2/3 que aprueban normas que a él no le gustan. No repara en aquello(a)s maximalistas constituyentes de derecha, como Teresa Marinovic o Marcela Cubillos, quienes defienden la Constitución de Pinochet, descalificando el trabajo de una mayoría despreciable.
Ni el Acuerdo de Paz de aquel 15 de noviembre, ni la elección de Boric en la presidencia fueron resoluciones maximalistas. Expresaron contundentemente un anhelo mayoritario por un país justo y democrático, del que aún carecemos como sociedad. En evidente contraste, la derecha de la UDI y J. A. Kast, de Kaiser y Marinovic, sí es maximalista, continúa identificándose con la Constitución y dictadura de Pinochet, acepta los abusos y desigualdades como parte de su concepción económica y no respeta los derechos de las personas.
Warnken inventa enemigos. El fantasma que lo apremia no existe. Está jugando con la inocencia de la gente. Su desesperación por atacar a la Convención, aglutinando a políticos tradicionales, protege a fin de cuentas a la refundación neoliberal que instaló Pinochet aplastando la democracia.
No son pocos los intelectuales, o aspirantes a esa condición, que han intentado un giro a la política para terminar estrellados contra el muro de la realidad. El caso de Vargas Llosa es un ejemplo contundente. Guardando las proporciones, es algo que parece no percibir Warnken pese a su calidad de empeñoso lector.