Las organizaciones mundiales del sistema de la ONU estiman que en 2022 habrá más de 207 millones de personas desocupadas, y que más de 800 millones de hombres y mujeres en todo el mundo no ganan lo suficiente como para salir del hambre y la pobreza.
por Eduardo Camín
Entre tantos desafíos, informes, conferencias, entre tantas metas trazadas por Naciones Unidas, y otros tantos debates, entre la desesperación y la esperanza, transita la vida de millones de trabajadores a través del mundo. Mientras la desesperación nos enseña que “así no se puede seguir”, la desesperanza nos recuerda que en el capitalismo “así se puede seguir indefinidamente”. José Ortega y Gasset decía que “vivir no es más que tratar con el mundo”.
Hemos llegado a una época en que las técnicas sociales son tan complejas y eficaces que se puede conseguir la manipulación de las vigencias, más allá del paso del tiempo, y lo que intentamos es propiciar la reflexión sobre aquellos indicadores que permitan verificar los progresos en materia de empleo y mejora de los medios de vida en el marco de un proceso de desarrollo sostenible e incluyente, sin pretender una valoración ética, por más que la tenga y sea legítimo expresarla.
La realidad es que hoy las organizaciones mundiales del sistema de la ONU estiman que en 2022 habrá más de 207 millones de personas desocupadas, y que más de 800 millones de hombres y mujeres en todo el mundo no ganan lo suficiente como para salir del hambre y la pobreza.
El deseo de ser equitativo y la preocupación por respetar la verdad nos impulsan a marcar ciertas constataciones acusadoras, entre las eternas promesas y la realidad de la gente. Es probable que se necesiten años para reparar este daño, y podría haber consecuencias a largo plazo sobre la participación en la fuerza de trabajo, los ingresos de los hogares, la cohesión social y, posiblemente, sobre la cohesión política.
Desde hace tiempo el discurso dominante nos dice que no puede haber una verdadera recuperación de todos los factores sin una amplia recuperación del mercado de trabajo. Y, para ser sostenible, esta recuperación debe basarse en los principios del trabajo decente, con inclusión de salud y seguridad, igualdad, protección social y diálogo social.
Es un hecho objetivo e indisimulable, que desde hace muchos años se nos vende este discurso, de un pragmatismo dudoso, ejercido por los señores de la guerra, es decir las principales potencias occidentales, que en sus G7 consolidan sus planes y manejan las agendas de un mundo de promesas sin horizontes, adentrándose en los laberintos más tortuosos de la mentira, la infamia y la guerra.
Los aparatos ideológicos del sistema construyen un ideal de deseo “exigente e insaciable”, mientras que a través de los años, sobre todo con la avanzada del neoliberalismo, se redujo el nivel de vida de les trabajadores y se condenó a la juventud a la precarización laboral. Nuestra preocupación ha sido y es acercarnos a la realidad actual, que viene marcada por la crisis. La importancia de los temas en cuestión, en esta encrucijada histórica, son evidentes.
Elementos convergentes y nefastos
Si evaluamos las políticas seguidas para enfrentar la encrucijada, habrá que convenir —asumiendo el riesgo de la simplificación argumental—, que se han dado al menos tres elementos convergentes y nefastos: el primero, perpetuar el concepto generado por unas políticas económicas de corte neoliberal que han puesto el acento en la reducción del déficit público antes que en la recuperación de la actividad económica.
El segundo, y como consecuencia de lo anterior, que se ha procedido a una fuerte reducción de los recursos humanos y materiales destinados a los servicios públicos que debe proveer el Estado, desmantelando los factores de cohesión e integración social que son, a la vez que se favorece su privatización.
Y el tercero, un inusitado ataque al movimiento popular (sindicatos y asociaciones civiles), desde círculos políticos, económicos y mediáticos, que sin ser nada nuevo, sí ha revestido tintes de un mayor grado de agresividad.
Estamos viviendo una crisis originada en un primer momento, por una especulación «permitida» en los mercados financieros e inmobiliarios, pero también en los de materias primas —no solo del petróleo sino de productos básicos de alimentación— que están condenando al desempleo y a la pobreza a una parte importante de la población mundial.
Y las primeras respuestas políticas mundiales de cooperación ante estos desmanes de las empresas transnacionales y de los mercados, que parecían señalar -en los acuerdos del G20 o en la propuesta de la OIT por un Pacto Mundial por el Empleo- un nuevo escenario político de gobierno de la globalización, se han transformado en la hegemonía de los intereses de los que provocaron la crisis, alimentados por una guerra en la cual simplemente se vetó la paz.
Y en este escenario de recortes generalizados la llamada «hegemonía» de los mercados frente a las acciones de las políticas públicas está poniendo en tela de juicio, no solo la legitimidad de los gobiernos democráticamente elegidos frente a las decisiones de mercados y empresas privadas, sino la viabilidad de los derechos económicos, laborales y sociales en los que se basa la convivencia de nuestras sociedades.
En este marco, ¿cual es la realidad del trabajo decente?
La importancia del trabajo decente para realizar el desarrollo sostenible está puesto de manifiesto en el Objetivo 8 de la ONU, cuya finalidad es “promover el crecimiento económico sostenido, inclusivo y sostenible, el empleo pleno y productivo y el trabajo decente para todos”. Existe un riesgo real de que, si no se ponen en marcha iniciativas políticas amplias y concertadas, persistan el aumento de las desigualdades y la reducción del progreso general en el mundo del trabajo, lo cual se hará notar en diversos ámbitos.
En cada conferencia, en cada asamblea en el marco de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) se pregona la necesidad de generar las condiciones para el trabajo decente, un término acuñado hace más de dos décadas.
Como se afirma en la propia Declaración del Centenario de la OIT para el Futuro del Trabajo (2019), este esfuerzo implica «situar los derechos de los trabajadores y las necesidades, las aspiraciones y los derechos de todas las personas en el núcleo de las políticas económicas, sociales y ambientales». Pero tanto en ese aspecto, o en otros, vivimos en un vaivén entre la extremada preocupación y la esperanza.
Esta cuestión, que queramos o no, esta desde hace años a la vista. El tema del trabajo decente es una necesidad, pero la realidad demuestra que éste se empalidece y se degrada hasta aparecer retórico e insincero. No bastará con centrarse únicamente en las recetas del capitalismo, apostando al crecimiento económico y confiar en que éste genere suficiente empleo.
Por el contrario, la agenda internacional para el desarrollo debe diseñar un conjunto de políticas coherentes que sea capaz en última instancia de proporcionar empleo productivo y trabajo decente para todos.
Las cifras que padecemos
Mientras tanto, debemos aterrizar, porque se estima que para seguir el ritmo de crecimiento de la fuerza de trabajo mundial, habrá que crear cerca de 470 millones de nuevos empleos en los próximos 10 años. No obstante las previsiones indican que el desempleo mundial se mantendrá por encima de los niveles anteriores al coronavirus hasta 2023 como mínimo.
A la vez se estima que en 2022 se situará en más de 207 millones de personas desocupadas, en comparación con los 186 millones de 2019. La OIT advierte también de que el efecto general en el empleo es significativamente mayor al representado en estas cifras, pues más de 39 millones de personas han abandonado la fuerza de trabajo: desanimados han dejado de buscar empleo.
Según las proyecciones, en 2022 la tasa mundial de participación en la fuerza de trabajo se mantendrá 1,2 punto porcentual por debajo de la de 2019. Por otra parte, también se necesita mejorar las condiciones de los más de 800 millones de hombres y mujeres que trabajan pero no ganan lo suficiente para superar ellos y sus familias el umbral de la pobreza de dos dólares al día.
A su vez, más del 60 por ciento de todos los trabajadores no tienen contrato de trabajo alguno, y solamente menos de 45 por ciento es asalariados: están empleados a tiempo completo, con un contrato a tiempo indeterminado.
Sobre la base de las estimaciones demográficas actuales de Naciones Unidas, la OIT estimaba en el 2020 que la población económicamente activa (de 15 años o más) alcanzaba los 3.600 millones de personas en todo el mundo, si se toma como base una tasa de participación en la fuerza de trabajo en torno al 63,5 por ciento.
Esta fuerza de trabajo mundial se compondría de 2.200 millones de hombres, en el supuesto de que la participación masculina sea del 77 por ciento, y de 1.400 millones de mujeres, si la participación femenina es del 50 por ciento.
La OIT insiste en la repercusión desigual de la crisis en los mercados de trabajo, la cual se entiende mejor examinando las horas de trabajo. Los datos sobre la pérdida de horas de trabajo colocan en primer plano a quienes se han quedado sin empleo o han abandonado la fuerza de trabajo, y también a aquellos que han seguido trabajando, ya sea por cuenta ajena o por cuenta propia, pero cuyas horas de trabajo han disminuido como consecuencia de la pandemia.
En algunas ocasiones, se ha remunerado la diferencia de horas de trabajo mediante planes públicos o privados de mantenimiento del empleo, y en otras no. Una vez ajustados al crecimiento demográfico, el empleo, las horas trabajadas y la participación en la fuerza de trabajo se mantuvieron por debajo de los niveles anteriores a la pandemia en 2021 y se espera que permanezcan así al menos hasta 2023.
El déficit de empleo en 2021 fue de 92 millones, y el descenso de la tasa de participación en la fuerza de trabajo (o tasa de actividad) en relación con los niveles de 2019 corresponde a un déficit de mano de obra de 67 millones de personas.
Cada informe en mayor o menor medida advierte de las marcadas diferencias de los efectos de la crisis entre grupos de trabajadores y entre países. Dichas diferencias están agudizando las desigualdades en los países y entre ellos, y debilitando el entramado económico, financiero y social de casi todas las naciones, independientemente de su nivel de desarrollo.
Cuando la sociedad capitalista deshumanizó, enajenó e hizo desaparecer la diferencia entre tiempo de trabajo y espacio de ocio, relaciones sociales y vida privada, creatividad y productividad, las necesidades humanas y la seguridad propia, al servicio de la valorización del capital, en perjuicio del bienestar de las personas, se dio un salto al vacío.
Para aquellos que pregonan un capitalismo, más humano, más igualitario, más distributivo, les recordamos que las tendencias destructivas del capitalismo, que condicionan continuamente la subjetividad de las personas, son producto de la lógica del propio sistema que es el principal generador y reproductor del padecimiento que sufren millones de seres humanos.
Y que este se construye sobre la explotación del hombre por el hombre y la destrucción de todo su medio ambiente, y en este contexto el “trabajo decente” se convierte simplemente en un inadecuado y eterno relato.
*Periodista uruguayo acreditado en la ONU- Ginebra. Analista asociado al Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la)