Por Sergio Rodríguez Gelfenstein
La pandemia primero, y la guerra en Ucrania después, han hecho entrar al mundo en una acelerada dinámica de transformación y reconstrucción. La avalancha de eventos, acontecimientos y conflictos en el que se van produciendo posicionamientos de uno y otro actor, apunta a verificar que nos encontramos en un momento de mutación extrema del sistema internacional y la estructura que lo sostiene.
Tal vez en el futuro, cuando se intente señalar un momento y un lugar específico en el que formalmente se dio inicio a este quiebre, se señale la reunión ministerial del G20 realizada en Bali, Indonesia, los pasados 7 y 8 de julio como ese momento. Más allá de la fractura que produjeron ciertos hechos simbólicos propios de toda reunión multilateral, que en este caso se expresó en la inasistencia de los países miembros del G7 (Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Italia y Japón) a la cena que ofrecía la canciller de Indonesia Retno Marsudi en su condición de anfitriona de la reunión, así como la negativa de ese mismo grupo de países a tomarse la foto de rigor dada la asistencia del canciller de Rusia, Serguei Lavrov, ocurrieron otras vicisitudes que podrían estar marcando una nueva ruta en el sistema internacional.
Lo cierto es que en la reunión, Estados Unidos no logró aprobar una resolución de rechazo a la operación militar de Rusia en Ucrania, lo que influyó directamente en que no hubiera declaración final del cónclave, dando inicio de esa manera a la partición del mundo –una vez más- en dos polos de poder. Vale decir que el G7 quedó en minoría en Bali como expresión de una tendencia mundial que se ha comenzado a manifestar.
Se están haciendo patente las repercusiones de las sanciones de Occidente a Rusia y las secuelas de la decisión de los países europeos y de Norteamérica de castigar económica y financieramente a sus pueblos, bajo la excusa de un necesario escarmiento a Rusia por no aceptar el “sistema internacional basado en reglas” propugnado por Estados Unidos y sólo aceptado por el 11% del planeta que se ha autodenominado “comunidad internacional”.
La confrontación de criterios que se manifiesta en escenarios como el del G20, dista mucho de aquellos en los que como el G7 y la OTAN, prima una supuesta unanimidad que en realidad es expresión de la imposición de Estados Unidos y la subordinación de las élites europeas que han decidido doblegarse ante Washington, anulando su condición de actores relevantes del sistema internacional. Otro tanto ocurre con Australia, Japón, y Canadá que han perdido todo tipo de presencia autónoma y soberana en el escenario internacional.
Vistas así las cosas, está emergiendo un sistema internacional novedoso que presagia la necesidad de renovación de su estructura. Parecen lejanos aquellos días, en los que los deportistas rusos eran excluidos de ciertas competencias. De la misma manera, rememoramos con estupor los intentos de hacer desaparecer la contribución que artistas o intelectuales rusos como Tchaikovsky, Chejov o Dostoievski hicieron a la cultura. Incluso recordamos ahora la estupidez que expone el hecho de que hasta los gatos rusos fueron excluidos de cualquier competencia internacional. Pero no, no ha pasado mucho tiempo, solo 4 meses desde que la barbarie neonazi apoyada por Occidente ha puesto en evidencia que desde 2014 se propuso utilizar a Ucrania como modelo para su restauración, incluso apoyando a fuerzas neonazis que siguen el ideario fanático de Hitler, Bandera y otros.
La similitud con el siglo pasado es imposible de ocultar. La llegada de Hitler al poder en el siglo XX, tiene su espejo en el golpe de Estado del Maidán en el siglo XXI. En uno y otro caso, ante una crisis económica profunda que hace temblar los cimientos del capitalismo, se recurrió al extremismo devastador del fascismo y el nazismo para aniquilar toda resistencia, intentando hacer caer en otros, las responsabilidades de la crisis. En el siglo XX fueron los comunistas, los judíos y los gitanos y ahora, Rusia.
Fue el propio Donald Trump quien evidenció la profundidad de la crisis. Su slogan que propugnaba “Hacer grande a Estados Unidos de nuevo” establecía con claridad que había dejado de serlo y que debía volver a las raíces que lo llevaron a ser la potencia de vanguardia en el planeta. Puede decirse que tal como en el siglo XIX cuando Estados Unidos se volvió un país “excepcional”, otra vez su grandeza suponía el exterminio de minorías, la expansión del territorio bajo su control y una guerra que consolidara su sistema político y económico. He ahí la explicación de que todos los presidentes estadounidenses apelen a esa supuesta excepcionalidad, sobre todo en tiempo de crisis.
Ahora, el mundo asiste a una situación inédita en su proceso de restructuración. Un mundo bipolar no ideologizado comienza a emerger en el sistema internacional. Antes, cada bloque poseía una potencia polar en torno a la cual se estructuraba: Estados Unidos y la Unión Soviética. Occidente continúa la zaga, pero el otro bloque se propone la multipolaridad como opción.
En un artículo escrito en octubre de 2014 en el postal Pressenza, bajo el título “Nuevo mapa imperial de Medio Oriente”, Stella Calloni adelantaba que en Asia Occidental, la mal llamada primavera árabe inducida por Washington se proponía “…balcanizar esta región, adueñarse de los principales recursos y llegar al más fundamentalista de los sueños del liderazgo claramente fascista de Estados Unidos, ´controlar el mundo`, tal como lo han expuesto sus principales asesores, especialmente a partir de los años 90”.
En la situación de la Europa de hoy, pareciera que la elección para reconstruir esa parte del planeta desde la visión imperial es retomar la idea del Intermarium o Międzymorze en polaco, que significa “entre mares”, toda vez que refiere a territorios ubicados entre el Mar Negro y el Báltico. Esta propuesta surgió del pensamiento autoritario del mariscal polaco Józef Pilsudski, primer presidente y dictador de su país durante la segunda y tercera década del siglo pasado, con el objetivo de crear una federación de Estados que integrase a Checoslovaquia, Rumanía, Hungría, Yugoslavia, Bielorrusia, Ucrania, Finlandia, Lituania, Letonia y Estonia y por supuesto Polonia.
Se trataba de construir una gran alianza contra Rusia, quitándole territorios para debilitarla. Esta idea fue retomada después de la creación de la Unión Soviética mediante el proyecto “Prometeísta”, que se proponía exacerbar las diferencias étnicas al interior del gran país euroasiático. Al igual que hoy, el proyecto de Pilsudsky también se proponía debilitar a Alemania.
Esta es la explicación de la férrea oposición de Estados Unidos a la construcción y puesta en funcionamiento del gasoducto Nord Stream II y sus grandes esfuerzos por impedir el éxito del Cinturón y la Ruta de la Seda, que en el fondo, trata de ocultar su desesperación ante la posibilidad de creación de un gran eje Beijing-Moscú-Berlín que transforme el gran espacio euroasiático en el eje de un poder mundial en el que no tendrían participación.
Aunque la idea del Intermarium parecía desaparecida en el tiempo, el profundo y ancestral sentimiento de odio anti ruso presente en Polonia, Estonia, Letonia, Lituania y Ucrania, ha tomado nuevo curso a partir de la intención de la OTAN de expandirse hacia el este. Los cuatro primeros países ya forman parte de la alianza terrorista occidental, que también se ha propuesto echar raíces en el Océano Pacífico y en América Latina y el Caribe como punta de lanza militar para el control y el dominio hegemónico de Estados Unidos.