Por Margarita Calderon
Desde el inicio de la “Operación especial” en Ucrania es cada vez más común el uso de la palabra “fascista” como insulto contra “el otro”. Sólo ahora, y no antes, los mismos rusos que dicen oponerse políticamente al gobierno actual empezaron a llamar a su presidente “fascista” y los más amantes de la moda acuñaron el apodo “Putler” (unión de Putin y Hitler).
Artículos, videos, han aparecido en internet explicando por qué su régimen es fascista, los más audaces e ilustrados incluso se han tomado el trabajo de desmenuzar el famoso ensayo de Umberto Eco “El eterno fascismo”, comparando y marcando los puntos que los asemejan. Esta palabra, que durante la segunda mitad del siglo XX y la Guerra Fría se usaba como definición de gobiernos de extrema derecha, clasistas y racistas, se ha tornado en un comodín de acusación hacia lo que se odia irracionalmente, y, hablemos sinceramente y sin tapujos, usado por personajes con poca formación política, ideológica y filosófica. Paralelos y semejanzas siempre son fáciles de hacer. Reposan en la superficie de las situaciones y son siempre tentadores por su simpleza y obviedad. Encontrar las diferencias es, en cambio, más difícil y requiere de análisis más profundos. Cualquier forma de gobierno, toda sociedad es más o menos represiva. En todos los países existe la censura. Europa y USA prohíben los medios de información rusos, Rusia ha cerrado igualmente el acceso a los medios de información europeos y estadounidenses.
Esto es sólo un ejemplo entre mil posibles paralelos. Ni los unos ni los otros se quedan atrás. Pero si hablamos de diferencias, sería interesante apuntar que en el país del tan odiado y fascista “Putler” nunca se ha prohibido el uso de lenguas extranjeras, ni oficial ni informalmente, no existe una política de superioridad de raza frente a otras, sino que por el contrario se promueve una Rusia multicultural, multirreligiosa, multiétnica. Y no es en Rusia donde ha habido conflictos en cafés, bares, lugares públicos contra personas que hablan otras lenguas, migrantes (sobre todo europeos), “pogromy” contra ucranianos, ingleses, alemanes, polacos, lituanos, etc. Es escaso en esta Rusia el sentimiento ultranacionalista que se expresa en manifestaciones multitudinarias típico de las sociedades fascistas, el orgullo y el odio racial, el tradicionalismo extremo en términos del conservadurismo de extrema derecha. No es en Rusia donde se han prohibido autores extranjeros, ni siquiera a Gógol por ser ucraniano, ni a ningún otro.
Mientras el principal generador de odio étnico, el gobierno de Ucrania, destruye monumentos de escritores que son patrimonio de la humanidad como Pushkin y Bulgákov, prohíbe el uso de la lengua rusa y de todo lo ruso, Polonia también aclama la libertad y sigue obsesionada con recobrar su grandeza de hace siglos, empresas europeas y estadounidenses se niegan a trabajar con empleados que tengan nombres rusos y muchos se han visto obligados a cambiárselos de tal forma que no suenen ya al innombrable país. No voy a comparar a Zelenski o a von der Leyen con Hitler, son finalmente representantes de épocas y situaciones diferentes. Tampoco a continuar el concurso de quién es más fascista que quién. Pero hay valores humanos que vale la pena defender, como el no odio por el otro, el no regocijo por el dolor de los otros, y creo que en esto Rusia y el pueblo ruso en general sí que les lleva una gran ventaja a muchos.