El país puede constatar, ahora con más certeza, el fin de la Democracia Cristiana, sin duda el partido político de mayor gravitación en Chile en los últimos sesenta o setenta años. Una colectividad formada por aquellos jóvenes de ayer que, rompiendo con el católico Partido Conservador, optaron por formar un nuevo referente político, donde poner en práctica las encíclicas sociales lanzadas al mundo por los papas romanos. Textos que entregaron luces de lo que debía ser el compromiso de los cristianos en la política, después de lo sucedido con los regímenes fascistas de Europa, las dos guerras mundiales y la consolidación del marxismo leninismo y la Unión Soviética.
En solo un par de décadas, el Partido Demócrata Cristiano se convirtió en el más populoso y votado referente, elevando a la Presidencia de la República a un carismático líder como Eduardo Frei Montalva, cuya administración no tuvo necesidad de alianzas para imponer una sólida hegemonía y ponerse equidistantemente de los partidos de la derecha y de la izquierda socialista y comunista.
Desde su fundación, la Falange y la posterior Democracia Cristiana destacó un sinnúmero de lúcidos dirigentes que rápidamente llegaron a ocupar escaños en el Parlamento y los municipios del país, al tiempo que prácticamente todas las federaciones de estudiantes se colmaban con sus entusiastas militantes y el mundo del trabajo prendía rápidamente con las propuestas que convocaban a los chilenos a una Revolución en Libertad. Esto es, a recorrer un camino alternativo a los cambios impulsados por las agrupaciones de izquierda que señalaban a Salvador Allende como su principal abanderado.
Con el triunfo de Frei hay quienes apostaron a que los falangistas harían gobierno por lo menos por unos 50 años si se consideraba el enorme influjo que, además de Frei, demostraban un Radomiro Tomic, Bernardo Leighton y otros múltiples políticos que destacaban por la solidez de sus convicciones y lucidez de su palabra.
Desde el inicio, este partido tuvo un carácter mesiánico, muy bien expresado en lo que fue esa colosal Marcha de la Patria Joven. Parecía que la conquista del poder solo se les daba por añadidura a sus militantes empeñados en crear conciencia y consolidar organización popular, cuanto definir propuestas como la Reforma Agraria, la chilenización de nuestros yacimientos del cobre y la construcción de un nuevo modelo educacional. Además, por cierto, que optar solemnemente por una estrategia “no capitalista” de desarrollo, distinta al capitalismo y al estatismo.
Conocidos son algunos de los episodios en que esta colectividad exigió la honestidad y el buen comportamiento de sus conductores y candidatos, privándose de aquellos dirigentes con cualquier tacha ética o moral. Mostrando rigurosidad, incluso, respecto de la vida personal y familiar de sus militantes. Impositivo que con los años se relajara con el masivo fichaje de nuevos militantes.
Hoy por hoy nadie duda de las realizaciones del gobierno de Frei Montalva. Tanto así que en la presentación hace algunos años de un libro con sus discursos y artículos, algunos de sus más acérrimos adversarios concurrieron a rendirle homenaje y, de no ocurrir su muerte o crimen político, seguramente habría sido el primer mandatario elegido democráticamente después del régimen de facto.
Pero el ritmo de los cambios, las expectativas políticas y sociales superaron las propuestas demócrata cristianas y el país solo en seis años le dio la victoria a la Unidad Popular con un programa similar pero algo más radical que el falangista. Lo trágico fue la decisión de la Casa Blanca de apostar con ingentes recursos a la derrota de Allende. Proceso en que logró corromper a muchos dirigentes sociales y políticos, entre ellos a aquellos demócrata cristianos que, se sabe, alentaron posteriormente el derrocamiento del gobierno democráticamente elegido.
Estos desacuerdos y conspiraciones provocaron una tensión muy aguda en la D.C, llevándola a sufrir dos importantes escisiones como la del MAPU y la de la Izquierda Cristiana, cuyos integrantes rápidamente se incorporaron a las huestes y a la administración gubernamental de Salvador Allende.
Con el Golpe Militar quedó en evidencia el bochornoso papel cumplido por la directiva del PDC, presidida entonces por Patricio Aylwin, y que definitivamente alejó a este partido de sus posiciones vanguardistas, llevándolo a coincidir con las expresiones derechistas que ya conspiraban contra el orden democrático. Pese a la severa advertencia de Tomic en cuanto a que si se triunfaba con la derecha siempre sería ésta la que ganaría. Una profética sentencia que solo fuera tomada en cuenta por ese puñado de militantes que el mismo 11 de septiembre de 1973 se pronunció públicamente en contra de la asonada militar.
Ya se sabe que lo que vino fue la clausura de todos los partidos políticos, las violaciones sistemáticas de los derechos humanos y la fundación de un modelo económico neoliberal que tantos estragos causara y diera origen a la profunda desigualdad social chilena. Efectivamente, fue la derecha la que finalmente ganó para incorporarse al gobierno de Pinochet, con lo que no pocos demócrata cristianos fueron también reprimidos o forzados al exilio, salvo los que se rindieron desde el primer momento a la Dictadura.
Por mucho tiempo la DC vivió lacerada por una división interna entre los que apoyaron el Golpe y los que se mantuvieron fieles a sus valores democráticos. Sin embargo, con el correr de los años, las heridas internas cicatrizaron y este Partido pudo incorporarse sin problemas a la lucha en contra de la prolongación de Pinochet en el poder. En la anécdota, el mismo Leighton (el Hermano Bernardo), contra quien los militares atentaron contra su vida en Roma, terminó por remover de su colección de fotografías los parches con que había cubierto los rostros de todos sus camaradas que apoyaron la insurrección militar. Entre ellos el del mismo Frei, Aylwin y varios más.
Digamos, de paso, que la izquierda –ya sea por convicción o cálculo- fue muy generosa a la hora de incorporar sin remilgos a los DC a las organizaciones políticas y sociales antipinochetistas. Así como se avino a pactar, más tarde, la Concertación y la Nueva Mayoría como fórmulas de gobierno para llevar a dos falangistas y dos socialistas a La Moneda. Y de no mediar actualmente el desinterés de la DC por integrarse al gobierno de Gabriel Boric, lo más probable es que el Mandatario les habría reservado varios cargos ministeriales y de gobierno, tal como terminó integrando a los socialistas autodenominados democráticos.
Es claro que la crisis actual de la Democracia no es ideológica. Menos, todavía, cuando ya importan tan poco en el sistema político chileno las doctrinas de antaño, rendidas como están todas las colectividades al más patético pragmatismo.
Lo que se perdió en la DC es la fraternidad, la gran camaradería de la que hizo gala por tantas décadas este Partido, imponiéndose finalmente en sus filas el oportunismo, la pugna por el poder y, por supuesto, la corrupción que compromete prácticamente a todo el sistema político nacional.
Sus militantes llegaron a parecerse a una verdadera secta religiosa, con ritos, costumbres y hasta formas de vestir que los tipifican. Pero actualmente son miles o decenas de miles los demócrata cristianos que han renunciado a su militancia, en silencio y sin las estridencias que prefieren asumir algunos. Hay que anotar, además, que prácticamente las más prominentes figuras han fallecido o han dado un paso al costado, cediéndole la conducción de lo que queda como partido a un conjunto de inexpertos y recién aparecidos. Sin capacidad de unificar a sus militantes ante desafíos tan importantes como el de votar por el apruebo o rechazo en el plebiscito de salida por una nueva Constitución. Menos todavía para ejercer coherencia frente a las decisiones en el Parlamento, de tal manera que ya nadie puede prever cuál posición adoptará el PDC frente a la reforma previsional, de la salud y en temas incluso considerados valóricos.
Ni qué decir respecto de la coyuntura internacional, donde tenemos demócratas cristianos completamente obnubilados por los intereses de las grandes potencias, como desafectados casi por completo de la suerte de las naciones latinoamericanas y del Tercer Mundo. Algo que se lamenta mucho en un partido que fue referente continental y mundial, y desde sus inicios claramente manifestó su postura anticolonialista.
Tarde llegan los expresidentes de la DC a exigir una Junta Nacional conciliatoria y que busque una nueva directiva para reencauzar a una colectividad que no tendría por qué dar por obsoletas sus ideas y posturas fundacionales, cuando el mundo entero está tan ávido de ideologías y consecuencia entre lo que se postula y se hace. Pero ni siquiera este desesperado gesto logra ser acogido por la intransigente directiva actual.
Difícil aspiración cuando lo que se aprecia en que quienes hoy militan aquí y en otras colectividades son intereses más que idearios. Ambiciones personales por sobre cualquier encomiable propósito. Un partido que ha ido sepultando las ideas contenidas en su magnífico legado contenido en esa colección de Política y Espíritu que todavía muchos atesoran.
Consignamos, en todo caso, que estas juntas nacionales lograron en el pasado el milagro de superar crisis internas muy profundas las que después de ácidos debates internos finalmente concluían con la entonación colectiva de la Eterna Cruz del Sur, el himno más emblemático de una colectividad que siempre presumió de su inspiración cristiana y vocación democrática.