Otro de los temas de fondo planteados en mi libro: “El Vaticano y la pedofilia: El Evangelio ausente” (Edit. Catalonia) es el de que en la distorsión de los valores evangélicos asociadas al autoritarismo jerárquico post-constantiniano desempeñó un nefasto papel un antijudaísmo que con el tiempo devino en antisemitismo.
En efecto, ya San Juan Crisóstomo (347-407) insultó con los peores términos a los judíos en sus Ocho homilías contra los judíos, tratándolos de “demonios”; “bestias salvajes”; “los más miserables y desgraciados de todos los hombres”; “enemigos de Dios”; y que “los demonios moran en las sinagogas, no sólo en el lugar en sí, sino también en las almas de los judíos”. Sin embargo, quienes le dieron forma al antijudaísmo teológico fueron San Agustín (354-430) y, más tarde, Santo Tomás de Aquino (1225-1274), quienes plantearon que la diáspora de los judíos era una maldición de Dios, por haber hecho crucificar a Cristo, y que la sociedad cristiana debía discriminarlos y sancionarlos por ello -pero sin matarlos- para presionar por su conversión, la que estaría garantizada también por Dios para el final de los tiempos.
Así, Agustín escribió: “Examinen detenidamente los libros de los judíos, nuestros enemigos (…) Cuando leen, no les sorprenda que los poseedores de esos libros, cegados por el odio, no entiendan esas cosas. Pues esta falta de inteligencia ya fue anunciada por los profetas y debía cumplirse (…) para que los judíos, por secretos motivos de la justicia divina, reciban el castigo merecido por sus culpas” (Obras, IV; BAC, Madrid, 1975; pp. 694-5). Y que “los judíos que mataron a Cristo, con suma justicia fueron entregados a la gloria (terrena) de los romanos a fin de que (…) vencieran a aquellos que por sus grandes vicios mataron y rechazaron al dador de la gloria verdadera y de la ciudad eterna” (La ciudad de Dios, Libros I-VII; Edit. Gredos, Madrid, 2007; p. 387).
Por otro lado, Tomás de Aquino señaló que si bien “a los judíos no se les debe forzar a abrazar la fe”, agregó (de acuerdo con San Agustín) que “si la aceptaron, es conveniente obligarlos a mantenerla” (Suma de Teología III, Parte II-II (a); BAC, Madrid, 2002; p. 118), con lo cual legitimó la acción de la Inquisición contra los judíos conversos.
Además, señaló que “los judíos son esclavos de los príncipes en el sentido de una esclavitud civil, que no excluye el respeto al orden jurídico natural y divino” (Suma de Teología V; BAC, Madrid, 1997 (a); p. 593) y que “como dice el derecho, los judíos por el mérito de su culpa están destinados a perpetua servidumbre y así los gobernantes pueden apoderarse de sus tierras, guardando la moderación para que no se les prive de los recursos necesarios para su subsistencia (…) Por lo tanto, pueden realizar exacciones a los judíos según la costumbre de sus predecesores” (De Regimine Juaeorum; Edit. Marietti, Roma, 1948: p. 99). Y que “dado que los mismos judíos son siervos de la Iglesia, puede esta disponer de sus cosas” (Suma de Teología III; p. 120).
Sin embargo, en el primer milenio la violencia física ejercida contra los judíos se mantuvo bastante contenida.
Esto cambió drásticamente con ocasión de las Cruzadas. Así, durante la Primera Cruzada (1096-99), el monje e historiador Guibert de Nogent decía: “Deseamos combatir a los enemigos de Dios en Oriente, pero tenemos ante los ojos a los judíos, la raza más enemiga de Dios que ninguna otra” (Gerald Messadié.- Historia del antisemitismo; Edic. B, Buenos Aires, 2001; p. 136). Esto se tradujo en que en 1096 por el norte de Francia y Alemania, en su viaje a Tierra Santa, los cruzados mataron cerca de 10 mil judíos. Y que en las siguientes cruzadas continuaran dichas matanzas. Asimismo, entre 1348 y 1350, durante la peste bubónica, los alemanes masacraron a los judíos de unas trescientas cincuenta comunidades –casi todos los municipios-, dejando a Alemania prácticamente sin judíos.
Por otro lado, en España en 1391, “miles de judíos fueron asesinados (…) otros huyeron y muchos se suicidaron. En las dos décadas siguientes, al menos la mitad de los judíos se presentaron para ser bautizados (…) con la esperanza de evitar futuros ataques” (Chris Lowney.- Un mundo desaparecido. La convivencia de musulmanes, cristianos y judíos en la España del siglo XIII; Edit. El Ateneo, Buenos Aires, 2007; p. 267). Y luego, la Inquisición española, en sus diez primeros años (1480-1490) quemó en la hoguera a 2.000 personas, de los que más del 90% fueron judíos conversos. Además, el antijudaísmo católico se agravó enormemente en Europa en el siglo XII con el surgimiento del horrendo mito del “libelo sangriento” o “asesinato ritual” atribuido a los judíos, consistente en matar niños cristianos para extraerles la sangre y mezclarlas con harina para hacer sus panes sagrados en la celebración anual de la Pascua judía, coincidente con la Semana Santa cristiana.
A ello se sumó en el siglo XIII otro odioso mito consistente en que los judíos robaban hostias consagradas para profanarlas en ceremonias diabólicas. Y, además, de que los judíos hacían magia negra con el objetivo de socavar y finalmente destruir la cristiandad. Acusaciones que generaban ejecuciones que solían ir acompañadas de pogromos de comunidades judías. Y aunque algunos papas y monarcas rechazaron públicamente tales calumnias, el mito del asesinato ritual se mantuvo ¡hasta el siglo XX! De hecho se estima que entre 1144 y 1914 se presentaron 227 acusaciones de asesinatos rituales cometidos contra niños cristianos en Europa; y el Vaticano ¡beatificó a seis niños! por esa causa, beatificaciones que fueron silenciosamente desechadas durante el Concilio Vaticano II, entre 1962 y 1965…
La persecución medieval contra los judíos se expresó también en oleadas de expulsiones de las comunidades judías de ciudades y naciones enteras. Fueron los casos de Inglaterra (1290), Francia (1306), Suiza (1348), Hungría (1349), España (1492) y Portugal (1496), además de muchas regiones o ciudades europeas.
A su vez, los concilios medievales fueron sumando cada vez más discriminaciones y restricciones a los judíos.
Particularmente el IV Concilio de Letrán (1215) que a la prohibición de poseer tierras, agregó la prohibición de los judíos de acceder a cargos públicos y de la mayoría de las formas de comercio; la aplicación de impuestos especiales en favor del clero local; la prohibición de aparecer en lugares públicos en ciertas épocas (sobre todo en Semana Santa); y la obligación de llevar cosido a la ropa un distintivo amarillo. Además, la prohibición que estipuló el Tercer Concilio de Letrán (1179) de que los cristianos prestaran dinero con intereses llevó de manera natural a que los judíos –dada sus gigantescas restricciones económicas- se dedicaran preferentemente a ello, lo que por cierto aumentó enormemente la odiosidad en su contra. A ello se agregó, a comienzos del siglo XIII, la reafirmación del Papa Inocencio III de la acusación de “deicidio”: “Sus palabras –‘Caiga su sangre (de Cristo) sobre nosotros y nuestros hijos’- han extendido su culpa a la totalidad de su pueblo, que los sigue como una maldición a cualquier sitio donde se dirijan para vivir y trabajar, donde nazcan y donde mueran” (John Cornwell.- El Papa de Hitler. La verdadera historia de Pío XII; Planeta, Barcelona, 2005; p. 27). También en ese tiempo se obligó a los judíos a asistir a sermones insultantes efectuados por teólogos.
Luego, el Concilio de Basilea (1431-1449) ordenó la construcción de guetos para los judíos. También en 1443 el Papa Eugenio IV les prohibió estudiar el Talmud (su libro sagrado, además de la Torá). Y en 1466, el Papa Paulo II estableció para los carnavales romanos una degradante carrera de judíos desnudos por las calles de Roma. En el siglo XVI se establecieron guetos en Venecia (1516) y Roma (1555) con la idea de que lo aflictivo de sus vidas los “estimulara” a la conversión al catolicismo. Con la misma idea se creó en 1540 una “Casa de los Catecúmenos” en Roma para cobijar y catequizar a los judíos que deseasen liberarse de todas sus restricciones. Además, que el papado estipuló que una vez que un niño judío hubiese sido bautizado –obviamente sin el consentimiento de sus padres- no se lo podía devolver a su familia ya que ello significaría que terminaría “apostatando” y sería condenado eternamente…
Y durante el siglo XVI el antijudaísmo católico devino en antisemitismo, partiendo por España que estipuló un estatuto de “limpieza de sangre” por el cual quienes tuviesen ascendientes judíos (o moros) no podían aspirar al sacerdocio ni a cargos públicos. Luego el Papa Paulo V extendió aquello al conjunto de la Iglesia en 1611.
Incluso, los jesuitas que, en un principio no tuvieron prejuicios raciales (tanto que el propio sucesor de Ignacio de Loyola, Diego Laínez, era de ancestros judíos) estipularon también dicha cláusula en 1593, la que fue mantenida por siglos y “fue una fuente de escándalos hasta que fue enteramente abolida en 1946” (John W. Padberg, Martin D. O’Keefe y John L. McCarthy.- For Matters of Greater Moment. The First Thirty Jesuit General Congregations; The Institute of Jesuit Sources, Saint Louis, 1994; p. 12).