Si algo debemos agradecer a la pandemia del COVID-19, es que ha precipitado y transparentado una crisis que viene siendo anunciada por muchos desde hace bastante tiempo. Todos hablamos hoy de crisis, pero los grados de amplitud y profundidad que cada uno le otorga son de una gran variabilidad. Algunos opinan que los problemas actuales se derivan casi totalmente de la repercusiones que genera la crisis sanitaria y que resuelta esta (con la producción y aplicación de la vacuna), si bien tomará algún tiempo, finalmente recuperaremos el crecimiento y desarrollo que se tenía previo a la pandemia. Positivizan incluso que, gracias a la pandemia, se habrán mejorado aspectos laborales, tecnológicos y de ordenamiento social, que permitirán una mejor situación a futuro. Por supuesto quienes plantean esto son quienes poseen hoy una situación privilegiada en el actual sistema. Otros, algo mas críticos y no tan optimistas, declaran que el COVID-19 ha mostrado ciertas deficiencias existentes —algunas importantes, como: debilidad en los sistemas de salud; precariedad en la situación de muchas familias; subsidiariedad excesiva del estado y abandono de la necesaria protección social, etc.— pero que esto va a permitir establecer nuevas reglas y contar con un Estado solidario. Quienes esto propugnan estiman que volviendo a una suerte de Estado de bienestar, con un rol activo del Estado en ciertas materias, podremos salir hacia una mejor situación, obviando aquellos factores que hacen imposible reinstalar esquemas propios del siglo pasado. Por último, están quienes —entre los cuales nosotros nos incluimos—, consideran que la crisis generada por el COVID-19 sólo ha acelerado una dirección que venía haciendo crisis en diversos campos —económico, ambiental, laboral, educacional, sanitario, migratorio, etc.— que se reflejaba en el crecimiento de la protesta —principalmente juvenil— en todo el planeta. Estos alertan sobre los peligros de un retroceso importante en la evolución del ser humano y proponen un cambio valórico y cultural que permita avanzar hacia un nuevo momento de la civilización. Sin duda, cómo se juzgue e interprete esta situación, se corresponderá con la importancia que le demos y el tipo de respuestas que imaginemos o formulemos.
El filósofo español José Ortega y Gasset (1883-1955), ya en el año 1933, en su curso “En torno a Galileo” que impartía en la Universidad Central en Madrid, se refiere a la crisis, que ya ve en esos momentos, como una “crisis histórica” —similar a la vivida en Europa entre fines del siglo XIV hasta los albores del XVII y que cierra Galileo al inaugurar esta nueva época—: “… (Galileo…) está colocado en un preciso cuadrante, alojado en un gran pedazo del pretérito que tiene una forma muy precisa: es la iniciación de la Edad Moderna, del sistema de ideas, valoraciones e impulsos que ha dominado y nutrido el suelo histórico que se extiende precisamente desde Galileo hasta nuestros pies. Y agrega mas adelante: “… Pero se dice, y tal vez con no escaso fundamento, que todos esos principios constitutivos de la Edad Moderna se hallan hoy en grave crisis. Existen, en efecto, no pocos motivos para presumir que el hombre europeo levanta sus tiendas de ese suelo moderno donde ha acampado durante tres siglos y comienza un nuevo éxodo hacia otro ámbito histórico, hacia otro modo de existencia. Esto querría decir: la tierra de la Edad Moderna que comienza bajo los pies de Galileo termina bajo nuestros pies”. Señala por último, a este respecto, y exponiendo algunas recomendaciones: “… Porque si es cierto que vivimos una situación de profunda crisis histórica, si es cierto que salimos de una Edad para entrar en otra, nos importa mucho: 1°, hacernos bien cargo, en rigorosa fórmula, de cómo era ese sistema de vida que abandonamos; 2°, qué es eso de vivir en crisis histórica; 3°, cómo termina una crisis histórica y se entra en tiempo nuevo.” (1947, p. 10-11)
Seis décadas después de estas palabras de Ortega, Mario Luis Rodríguez C., Silo (fundador del Nuevo Humanismo Universalista, Argentina, 1938- 2010) se refiere a una “crisis civilizatoria” y en su conferencia sobre “La crisis de la civilización y El Humanismo” en la Academia de Ciencias de Moscú, en junio de 1992, aclara: “… estamos hablando de la situación vital de crisis en la que estamos sumergidos y, consecuentemente, del momento de ruptura de creencias y supuestos culturales en los que fuimos formados”, y explica: “… Para caracterizar la crisis desde ese punto de vista, podemos atender a cuatro fenómenos que nos impactan directamente, a saber: 1. hay un cambio veloz en el mundo, motorizado por la revolución tecnológica, que está chocando con las estructuras establecidas y con los hábitos de vida de las sociedades y los individuos; 2. ese desfase entre la aceleración tecnológica y la lentitud de adaptación social al cambio está generando crisis progresivas en todos los campos y no hay por qué suponer que va a detenerse sino, inversamente, tenderá a incrementarse; 3. lo inesperado de los acontecimientos impide prever qué dirección tomarán los hechos, las personas que nos rodean y, en definitiva, nuestra propia vida. En realidad no es el cambio mismo lo que nos preocupa sino la imprevisión emergente de tal cambio; y 4. muchas de las cosas que pensábamos y creíamos ya no nos sirven, pero tampoco están a la vista soluciones que provengan de una sociedad, unas instituciones y unos individuos que padecen el mismo mal. Por una parte necesitamos referencias, pero por otra las referencias tradicionales nos resultan asfixiantes y obsoletas”. (1994, p. 199-200) Dos años después, en mayo de 1994, en Chile, presentando su escrito de “Cartas a mis amigos, sobre la crisis social y personal del momento actual”, se pregunta: “… ¿Y cómo es este proceso de crisis? ¿Hacia dónde apunta?”, respondiendo: “…En las diversas cartas se ejemplifica sobre un mismo modelo. El modelo de sistema cerrado”. (1994, p. 183)
Lamentablemente, no se está pensando en los términos que acá se proponen y en los análisis que se realizan se utilizan herramientas que se arrastran desde el siglo pasado. No se comprenderá debidamente esta crisis, mientras se continúe interpretando externamente los hechos —como se hace hasta aquí en los libros de historia— y no se considere el proceso histórico y se lo relacione con el sentido de la vida humana. Tanto las preguntas como las respuestas no consideran, por quienes las formulan, que estas surgen desde un paisaje cultural propio del momento histórico que hay que dejar atrás.
Mas allá de los aspectos concretos y manifiestos de la crisis –económicos, ambientales, políticos, etc.– la posibilidad de respuesta está en la comprensión de la necesidad de transformación del sistema de creencias básicas que sostiene este modelo. Es igualmente necesario coincidir en que esta es “una crisis histórica” —en palabras de Ortega,— o “una crisis civilizatoria” —en palabras de Silo. Mientras no haya acuerdo en estos términos, todo diálogo será irrelevante, ineficaz, innecesario e inútil.
Tampoco son estos los temas que están discutiendo los “formadores de opinión” —o mas bien los que la prensa oficial publica— ni menos aún los políticos —que afortunadamente poca opinión forman en estos momentos— que están preocupados, en Chile al menos, de cómo insertarse en un calendario institucional y electoral, inconducente y postergador de los problemas de fondo.
Mas bien, es habitual encontrarse muchas veces, cuando se trata de plantear estos temas, que en contraposición a lo que se explica, se argumenta: ¿pero entonces cuál es la salida, cuál es la solución que se propone? Según palabras del teórico marxista italiano A. Gramsci (1891-1937): “… La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer: en este interregno se verifican los fenómenos morbosos más variados.” Como en toda situación de crisis la respuesta no existe de antemano y, particularmente en este momento, hay que abrirse a la diversidad de puntos de vista y posibilidades y, además, por la características globales de la situación actual, no serán suficientes las respuestas individuales, sino que se requerirá de una convergencia en la comprensión de las raíces de la crisis y de una coordinación para implementar respuestas de manera conjunta. Pero reiteramos, es condición la coincidencia en la interpretación del momento y en la definición de la crisis.
Sería de gran importancia y ayuda que, al menos algunos de aquellos que tienen mayor alcance en sus decisiones, cayeran en cuenta de esta situación y decidieran, mas allá de mantener privilegios o espacios de poder, convocar a especialistas y expertos en los distintos campos, para estudiar cómo producir un cambio de dirección que evite un colapso civilizatorio —antes de arribar a un punto sin retorno que impida una respuesta evolutiva de salida a otro estadio de desarrollo del ser humano.
Hay que considerar que estos cambios no serán posible si no se cuenta con la decisión de los pueblos, que son, sin duda, los sujetos de la historia. Pero, fruto del proceso de desestructuración general en que estamos, no se está hoy en situación, posiblemente en ningún lugar del planeta, de asumir plenamente ese rol. Debiéramos todos aplicarnos a constituir un tejido social –organizado, descentralizado, autónomo y coordinado– para que ejerza su soberanía y sea el protagonista del futuro que construyamos. Esta dirección política es fundamental para elaborar una respuesta con proyección estratégica y no solamente coyuntural.
Reconocemos que nada de esto nos es ajeno en lo personal a cada uno de nosotros, ya que somos parte del momento histórico y, de igual manera que en lo social, opera en nosotros el mismo sistema de creencias y valoraciones. Esto bien se explica en el Diccionario del Nuevo Humanismo (Silo, 2004) cuando se define “Paisaje de formación” y se dice: “… el p. de f. actúa como un ‘trasfondo’ de interpretación y de acción, como una sensibilidad y como un conjunto de creencias y valoraciones con los que vive un individuo o una generación.” (2004, p.200)
Entendiendo esto, es comprensible la dificultad de poder atender a la realidad, por decirlo de alguna manera, de “un modo nuevo”, pero debiera hacerse el esfuerzo de despegarse de los hechos, tomar distancia y observarlos mas allá de la mera coyuntura. Es preciso estudiar la profundidad de la crisis, la diversidad de campos en que esta se manifiesta y los elementos comunes que están presentes en todos ellos.
Es totalmente absurdo, finalmente, tratar de mantener lo que evidentemente ha fracasado e impedir la manifestación de lo nuevo. ¿Porqué entorpecer la posibilidad de que el ser humano avance en su evolución —hacia una mayor complementación social; desarrollo de su conciencia; registro del otro y la pertenencia al ámbito mayor de la especie humana— más allá de las limitantes que impone la actual concepción que lo “naturaliza”, negando u obviando su dimensión “no natural” e intencional?
Por nuestra parte, vemos con optimismo, en el caso de Chile, la mantención de los diálogos de base que se iniciaron con la revuelta social del 18 de octubre del 2019 y que siguen desarrollándose a pesar de la represión —coordinación que avanza y va tejiendo los hilos de una base social actuante y deliberante. Igualmente, ponemos fe, en las noveles generaciones en todo el planeta —aquellas que nacieron a fines del siglo pasado y principios del actual— que alumbran la posibilidad de un cambio de dirección que permita un salto cualitativo: de lo individual a lo colectivo; de la competencia a la colaboración; de la diferenciación a la complementación; en definitiva, al reconocimiento que el futuro personal está condicionado por el futuro conjunto y que sólo habrá progreso “si es de todos y para todos…”
José Ortega y Gasset, En torno a Galileo, Tomo V. – O. Completas, Revista de Occidente, Madrid, España, 1947
Silo, Habla Silo, Virtual Ediciones, Santiago de Chile, 1996
Silo, Diccionario del Nuevo Humanismo, León Alado Ediciones, Madrid, España, 2014