por Aram Aharonian
La revitalización de los organismos de integración regional, como la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), impulsada por varios gobiernos, deja al descubierto la grave crisis de la Organización de Estados Americanos (OEA), que ya no será teledirigida desde la Casa Blanca por Donald Trump.
Si bien nadie puede llamarse a engaños, porque seguramente la nueva administración estadounidense del octogenario “demócrata” Joe Biden continuará utilizándola para proteger sus intereses e imponer sus estrategias, abre un signo de interrogación sobre la continuidad del más que cuestionado secretario general de la OEA, el uruguayo Luis Almagro, quien ha hecho de la desestabilización de Venezuela la bandera de su gestión.
Cynthia Arnson, experta en temas de política en América Latina señala que con Biden habrá un “cambio drástico de tono y enfoque”, al acabarse las amenazas y el acoso contra ciertos países. Biden aspira a recuperar el “poder blando”, reconstruyendo el papel mundial de Estados Unidos como líder político e incluso “moral”.
El cambio de estrategia implica abandonar el actual tono bronco y áspero, repleto de amenazas y basado en el “palo y la zanahoria”, para pasar a una relación más amable, de gestos y complicidades. Para este año está pautada en Estados Unidos la octava Cumbre de las Américas, una ocasión para medir en su totalidad la dirección y la estrategia de la política latinoamericana de la nueva administración.
La reacción ante la victoria de Biden simbolizó los problemas que para algunos presidentes como el mexicano Andrés Manuel López Obrador, el brasileño Jair Bolsonaro y el salvadoreño Nayib Bukele representa el cambio; el pragmatismo y capacidad de adaptación de otros como el colombiano Iván Duque y el chileno Sebastián Piñera, los nuevos escenarios que podrían abrirse para Nicolás Maduro y Miguel Díaz-Canel o el forzado alineamiento ante los nuevos aires que soplan en Washington para Alberto Fernández.
Ministerio de colonias y camaleón
Almagro, titular de ese “ministerio de colonias” (Fidel Castro dixit) que es la OEA, es un camaleón político. Cuando era canciller del presidente uruguayo José Pepe Mujica, a menos de tres semanas de la muerte de Hugo Chávez y a las puertas de las elecciones presidenciales en las que decidía si continuar con el legado bolivariano con Nicolás Maduro o dar un giro a la derecha, se deshizo en halagos sobre el papel de estadista del fallecido presidente.
“Ahí está la consolidación de un proceso que ha sido plenamente exitoso en su política interna y exitoso en su proyección internacional (..) ese es el camino, ¿no?”, dijo. Para muchos analistas, la labor de la OEA se ha reducido casi exclusivamente a la organización de fraudes electorales y golpes de Estado.
En este sentido, tuvo éxito al imponer a Juan Orlando Hernández en Honduras en 2017 y a Jeanine Añez en Bolivia en 2019, pero fracasó en Nicaragua (2018) cuando aupó la insurrección contra el gobierno de Daniel Ortega. También fracasó en San Vicente y las Granadinas –contra el gobierno del progresista Ralph Gonsalves- así como en Guyana durante 2020 donde intentó infructuosamente “ensuciar” las elecciones para que se declarara fraude y poder imponer a sus candidatos.
Aunque la prensa hegemónica la ha vendido como “una gran victoria de la democracia”, la resolución aprobada por la OEA el 8 de diciembre a través de la cual no reconoce el resultado de las elecciones parlamentarias de Venezuela, en realidad es expresión de la profunda crisis por la que atraviesa la institución, ya que fue presentada por Estados Unidos, Brasil y Colombia y se abstuvieron de votarla más de un tercio de los países.
Donald Trump, a quien poco le importa el multilateralismo, las acuerdos internacionales y las instituciones, ni siquiera quiso integrar el Grupo de Lima que aupó su gobierno y supo utilizar a Almagro, en su interés personal de servir a Washiongton, como eslabón en la cadena de órdenes, como forma de prolongar su estadía en la secretaría general.
Sin embargo, pareciera que el golpe de Estado contra Evo Morales en 2019, que Almagro ha reivindicado como de autoría propia en un reciente libro publicado el pasado noviembre bajo el título Luis Almagro no pide perdón, ha rebasado toda tolerancia, incluso de aquellos que lo promovieron y auparon. Hasta para ellos Almagro es impresentable.
Recordemos que militó en el derechista Partido Nacional, después se hizo militante de la coalición centroizquierdista Frente Amplio y ahora amenaza con ser candidato presidencial por el conservador Partido Colorado, del expresidente Julio María Sanguinetti. Fue el Plenario Nacional del Frente Amplio el que decidió por unanimidad expulsarlo en 2018 por haber declarado en Colombia que no descartaba una posible intervención militar en Venezuela, mientras 11 de los 14 países del Grupo de Lima firmaban una carta en la que mostraban su preocupación y rechazo a cualquier intervención militar en el país caribeño.
Hoy se suman las voces contra la OEA de Almagro, cuando Trump pareciera ir de salida, porque en los últimos cuatro años muchos de estos personajes hicieron mutis por el foro, en un silencio cómplice, ante los demanes de Almagro y sus mandantes. Incluso el neoliberal expresidente colombiano Juan Manuel Santos afirmó hace menos de un mes que “la OEA no está funcionado”.
Lo hizo en un foro virtual organizado por el think tank Diálogo Interamericano en Washington, del que participaron Ricardo Lagos de Chile, Ernesto Zedillo de México y Laura Chinchilla de Costa Rica y fue también una advertencia a Biden, con quien mantuvo excelentes relaciones cuando fue vice de Barack Obama. Biden dice creer en el multilateralismo “a la demócrata” (tratar de que las agresiones e intervenciones sean coordinadas con otros países), y sus asesores sobre Latinoamérica saben que Almagro es una piedra en el camino para mantener la estabilidad en una región donde permanentemente estallan conflictos sociales.
Por su parte, el “socialdemócrata” Lagos, el primer presidente en todo el mundo en apoyar el golpe de Estado contra el presidente venezolano Hugo Chávez en 2002, dijo que había llegado el momento de revisar el sistema interamericano, que cuenta con una “arquitectura un poco anticuada”. Lagos aspiraba a que la OEA se convirtiera en una OTAN, para poder aplicar las caducas bases del Tratado Interamericano de Asistencia recíproca (TIAR).
El equipo de Biden sabe bien que debe pensar en un personaje menos camaleónico, menos controversial, más digerible para toda la región. Biden no quiere saber nada de organismos auténticamente latinoamericano-caribeños, porque no participaría en ellos ni podría presionar o chantajear para imponer sus políticas, definidas como diplomacia coercitiva por el anunciado secretario de Estado (canciller) Anthony Blinken. Uno de los problemas mayores que tiene el equipo latinoamericano de Biden es que sigue pensando que la región es similar a la de cuatro años atrás, cuando Obama dejó el poder en manos de Donald Trump. No parece haber lecturas nuevas sobre la realidad latinoamericana y caribeña.
Biden impugna frontalmente la política venezolana de Trump y se espera un nuevo enfoque. Ofreció a los inmigrantes venezolanos el estatus de Protección Temporal (TPS) y se ha comprometido a cambiar unas políticas que considera “dañinas” y “un fracaso abyecto”, porque han fortalecido a Maduro. La posición no girará 180º: no reconocerá la legitimidad de Maduro ni levantará las sanciones. Quizá intente cambiar el tono.
UNASUR, CELAC y la integración
Más allá de la asunción de Biden, y a pesar de lo nefasto que fue el 2020 en términos, económicos, sanitarios y sociales en la región latinoamericano-caribeña, recientes elecciones, estallidos sociales y permanentes movilizaciones populares en varios países presagian cambios en el organismo panamericano, junto al reverdecer de mecanismos como la CELAC, que agrupa a 33 países (excepto Estados Unidos y Canadá) y UNASUR, sólo con naciones sudamericanas, empeñados en convertir la región en una zona de paz.
Para los analistas, a los posibles cambios de la OEA contribuirán también elecciones generales y parlamentarias previstas para este año en varios países, como Ecuador, Perú, Nicaragua, Chile entre otros, aunque todos con pronóstico imprevisible.
El triunfo del Movimiento Al Socialismo (MAS) en Bolivia demostró fehacientemente el uso de la OEA para avalar o propulsar golpes militares o institucionales en la región. Su utilización como instrumento de colonización lo respalda el hecho de que 80 por ciento del sistema interamericano es financiado por Estados Unidos. Y la condena púbica de Almagro a la Corte Penal Internacional cerró el año como expresión de su fracaso ante la revolución bolivariana.
Tras promover y avalar el golpe de Estado, Almagro felicitó al presidente electo de Bolivia, Luis Arce, y le deseó “forjar un futuro brillante desde la democracia”. Sus dichos generaron la reacción inmediata de varios dirigentes latinoamericanos, como el ex presidente de Ecuador, Rafael Correa, quien recordó que Almagro fue quien había avalado la anulación del triunfo de Evo Morales en noviembre de 2019, con una falsa acusación de fraude electoral que, obviamente, jamás demostró.
También el canciller argentino, Felipe Solá, lo criticó fuertemente: “Lo que ocurrió en Bolivia no hubiese sido posible sin la anuencia de la OEA. Su función es denunciar golpes, no patrocinarlos”, dijo. El Parlamento de América del Sur (Parlasur) propuso abrir una investigación en enero sobre el papel de Almagro durante la crisis boliviana del 2019, exigiéndole explicar ‘el terrible error que cometió para someter a América Latina y al pueblo de Bolivia’, anunció su presidente, el argentino Oscar Laborde.
Asimismo, el boliviano Adolfo Mendoza, presidente del Parlamento Andino (PA), solicitó una auditoría formal al informe de la OEA sobre Bolivia y manifestó que hay necesidad de que este tipo de hechos nunca más queden en el limbo y que la investigación pueda contribuir al fortalecimiento de la democracia en América Latina.
El primer ministro de Trinidad y Tobago, Keith Rowley, quien preside este año la Comunidad del Caribe (CARICOM), anunció que su país no tomará parte en nuevas votaciones hasta que sea destituido el cuestionado delegado venezolano y reincorporado el representante legítimo del gobierno del presidente constitucional Nicolás Maduro.
A principios de enero acusó a la OEA de desarrollar una campaña de desinformación ‘para empañar el buen nombre y la reputación’ de su país y denunció a la secretaría general del organismo, por desvirtuar los hechos relacionados con la muerte en un naufragio de 33 ciudadanos de Venezuela en aguas venezolanas el 6 de diciembre. Demandó el cese de esa actividad y afirmó que el curso actual de la OEA “puede resultar en daños incalculables a la integridad de la organización y la confianza depositada en ella por parte de sus miembros legítimos”.
Paralelamente, Bolivia será sede en marzo de una reunión de UNASUR, donde también será presentada RUNASUR, organización regional dedicada a la defensa de los derechos de los pueblos originarios de la región, promovida por el expresidente Evo Morales.
La obsesión de Almagro.
Almagro señaló al medio argentino Infobae que los países de la región dejaron al autoproclamado presidente interino de Venezuela Juan Guaidó (reconocido por la OEA aunque no gobierne a nadie) “prácticamente solo, enfrentándose a ese régimen». El secretario general de la OEA, que confía en trabajar con la administración de Joe Biden tan bien como lo hizo con la de Donald Trump.
Aseguró que Cuba tiene una fuerte influencia en sectores clave del gobierno de Argentina y admitió que en el futuro quiere ser una figura política en su país. Lo cierto es que su obsesión contra el gobierno constitucional de Venezuela y su presidente Nicolás Maduro, mantiene a la OEA en caída libre.
Almagro ha convertido a la OEA en auto chocador que arremete –sobre todo mediáticamente- a lo que se prestan los medios hegemónicos trasnacionales- contra cualquier instancia que no se ajuste a sus ritmos o criterios, como es el caso de la Corte Penal Internacional (CPI), a la que acusó a principios de diciembre de “negligentes”, por no agilizar las acusaciones contra el gobierno venezolano. “Cada día de inacción -dijo- es un día donde se permite que continúe el sufrimiento del pueblo de Venezuela”.
La CPI respondió los señalamientos y consideró que surgen “de la frustración de las expectativas de la Secretaría General de la OEA”, pero en realidad lo que marca es el fracaso dela estrategia de Washington contra Venezuela, uno de sus principales obstáculos en la recolonización de la región.
La CPI no pudo maquillar siquiera las abiertas presiones de Almagro como operador político del gobierno estadounidense, para poder presentar ante el imaginario colectivo internacional la presencia de un “estado fallido”, como justificación para acciones de intervención, y la aplicación de la Carta Democrática de la OEA contra Venezuela.
Ya en septiembre del 2018 Almagro había declarado desde Colombia que “no se puede descartar una intervención militar en Venezuela. Las acciones diplomáticas están en primer lugar pero no se pueden descartar otras dada la gravedad de la situación”.
* Periodista y comunicólogo uruguayo. Magíster en Integración. Fundador de Telesur. Preside la Fundación para la Integración Latinoamericana (FILA) y dirige el Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la)