De nada sirven la frustración y la lucha callejera si se retrocede a las puertas del cambio.
De un modo solapado, el sistema impuesto por el gran capital internacional sobre los países falsamente llamados “en desarrollo” ha calado hondo en las bases de sus instituciones y del imaginario colectivo respecto de la democracia, la independencia y la libertad, hasta el extremo de condicionar de manera absoluta sus expectativas de futuro. Es como el mito de Sísifo: un esfuerzo sobrehumano, con cauda de integridad y vidas perdidas, para retroceder justo cuando se está a punto de alcanzar la victoria. El plan es mantener las esperanzas, pero no soltar las riendas y conservar así el remedo de justicia y democracia.
Los pueblos latinoamericanos conocen mucho de este incierto destino; la mayoría, por haberse enfrentado a algunas de las peores y más crueles dictaduras, seguidas por intentos de reconstruir el tejido institucional. Sin embargo, estos arrestos de cambio son tolerados únicamente cuando no pretenden cambiar de manera rotunda las reglas del juego, pero sobre todo si no representan la amenaza de establecer auténticos proyectos de independencia. Los esfuerzos ciudadanos, traducidos en protestas callejeras y organización de sectores sociales inconformes con el estatus y con el desempeño de las autoridades, resultan en música disonante en los oídos de quienes poseen las riendas del poder y también todos los medios para acallarla.
Si nuestros países estuvieran seriamente caminando por las “vías del desarrollo”, sería impensable la indiferencia de los sectores político y económico ante la real situación de las grandes mayorías. En apariencia, algunas naciones del continente poseen un estatus privilegiado por sus impresionantes cifras y su posición en algunos de los más importantes indicadores socio económicos. Pero en realidad, detrás del maquillaje solo existe un abismo profundo de inequidad, discriminación y miseria en donde están reflejados los auténticos índices, aquellos que jamás remontarán sin la abolición de las estructuras que hoy impiden a las capas más desfavorecidas salir de la pobreza.
El sacrificio de vidas humanas en la búsqueda de nuevos horizontes para los pueblos se estrella una y otra vez contra un esquema diseñado y fortalecido por los grandes capitales internacionales, con el férreo soporte de los gobiernos del primer mundo. Los sueños de independencia, por lo tanto, no tienen la menor oportunidad de consolidarse mientras esas estructuras no lo permitan. La manera como se engaña a los pueblos con medidas cosméticas de gobiernos espurios, cuya obediencia a consignas ajenas a los intereses nacionales es, más que una traición a la patria, un retroceso histórico a sus esperanzas de desarrollo, incomprensiblemente se ha transformado en un estilo de gobierno.
Ante esta realidad, el Sísifo que llevamos dentro decide salir a las calles para ofrecer sus flancos a la fuerza brutal de los cuerpos represivos y termina por sacrificar su integridad sólo para comprobar cómo le han engañado con el espejismo de la voluntad popular. Una y otra vez vuelve a la carga y, una y otra vez, la verdad le estalla en la cara. Los cambios indispensables para reparar los inmensos vacíos de la autoridad ciudadana no dependen de las redes de poder insertas en las instituciones, sino de su completo reemplazo por un contingente político y jurídico ético y comprometido con el cambio. En otras palabras –esas que a muchos provocan escalofríos- para retomar la ruta de la democracia, se necesita romper las estructuras e iniciar una auténtica revolución, una vuelta de tuerca a la política nefasta que nos gobierna.