Por Jorge Molina y Patricio Mery Bell
«América Latina es desigual debido a su historia, una sociedad creada por un pequeño grupo de élites coloniales para explotar a la gran mayoría de las personas». Daron Acemoğlu (Doctor en Economía y Profesor del Instituto Tecnológico de Massachusetts)
La desigualdad es casi un sello de América Latina, sin excepciones. Incluso en países que disminuyeron la pobreza, gracias al boom de las exportaciones de recursos naturales y la inversión en programas sociales, una minoría concentra la mayor riqueza y la gran mayoría de la población se reparte el pedazo más pequeño de la torta.
El coronavirus, con sus nefastos efectos en el crecimiento y el empleo, en una región marcada por la informalidad en el trabajo, ha evidenciado y profundizado aún más el problema. Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), la pandemia aumentará en un 4,4% la pobreza en la región: se sumarán 28,7 millones, alcanzando un total de 214,7 millones de personas en situación de pobreza. Es decir, el 34,7% -uno de cada tres latinoamericanos- estará en esta categoría.
Paradójicamente, en el primer semestre de 2020 «la fortuna de los 73 milmillonarios de América Latina aumentó en 48.200 millones de dólares desde el comienzo de la pandemia”, según un informe de Oxfam. Desde marzo de aquel año la región vio surgir en promedio un nuevo milmillonario cada dos semanas.
De acuerdo al Centro de Estudios Latinoamericanos (CELA) de la Universidad de Kassel, hay una brecha entre la pobreza creciente y también la riqueza creciente. En muchos países de América Latina una élite económica está concentrando hasta un 40% o 50% de la riqueza.
En las raíces de la desigualdad está el legado colonial, que hace que América Latina tenga la concentración más alta de propiedad de la tierra. Otro factor es el gran aumento de la informalidad en el trabajo y la pérdida de mano de obra industrial y, en tercer lugar, el sistema tributario.
En cuanto al modelo económico, al explotar las riquezas naturales no se necesita mano de obra fuerte, ni calificación de trabajadores, ni demasiada inversión. Los Estados y los grupos económicos viven de eso y en muchos casos no necesitan concentrarse en el desarrollo del mercado interno, que es uno de los grandes problemas de la región.
La desigualdad se palpa en cada familia pobre, con bajos ingresos, malos servicios y viviendo en barrios marginales. Pero también en la clase media, endeudada por el consumo diario y el esfuerzo por educar a sus hijos y que, sin embargo, sigue teniendo ingresos, salud y pensiones muy inferiores a los de los más ricos. En el caso de la mujer, la situación es aún más desfavorable.
En Chile, la cuestionada Constitución Política -hoy en proceso de cambio- ha institucionalizado la desigualdad ya que es el país con el ajuste neoliberal más eficiente. La privatización de los servicios sociales es tan fuerte, que no solo ha creado descontento, sino la desesperación de los sectores más pobres y buena parte de la clase media, lo que es una de las raíces de las protestas que estallaron en octubre de 2019.
Desde tiempos inmemoriales la riqueza concentrada en manos de unos pocos ha sido una situación popularmente despreciada, y como sabemos hay varios pasajes bíblicos, coránicos y budistas en los que se hace referencia al dinero o a la riqueza acumulada como una dificultad para alcanzar la salvación.
La obra de Adam Smith titulada Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones (1776) es considerada como la primera en tratar la economía del capitalismo y en inaugurar, de este modo, la teoría económica, como rama especializada de las ciencias sociales.
Smith se propuso investigar cómo se produce la acumulación para la riqueza de una sociedad, pero no trató el contraste entre ricos y pobres. Sin embargo, logró entender que del trabajo del obrero provienen las ganancias del capitalista, aunque consideró a este hecho como una ley natural del sistema.
Fue Karl Marx quien dio cuenta de la inconsistencia teórica de Smith, y en su obra El Capital (1867) comprobó que, en efecto, siguiendo a Smith, del trabajo del obrero provienen las ganancias del capitalista, pero lo que Smith no investigó, Marx lo descubrió, pues opera un mecanismo que él denominó “plusvalía”. En otras palabras, el valor creado por los trabajadores en el proceso productivo, es superior al valor de su fuerza de trabajo y eso de lo que gratuitamente se apropia el capitalista por mantener la propiedad privada de los medios de producción. Otro factor relevante es la división social del trabajo, que divide a las personas entre quienes solo tienen su fuerza bruta para ofrecer y los que pueden vender su conocimiento; por otra parte explicó los factores de producción: tierra, trabajo y capital, que demuestran las características necesarias para generar riquezas entre los trabajadores, los dueños de la tierra y las materias primas y los dueños del capital financiero.
El problema se encuentra en la tendencia ineludible que adquiere la acumulación de capital hacia su concentración en pocas manos y la preponderancia que se les da a los dueños del capital por sobre los trabajadores. Esa tendencia se origina en la disputa que sostiene el agente económico con otros agentes por obtener una tasa de ganancia más alta que la media de su mercado, de su sector, y de la sociedad; contienda originada a su vez en la necesidad de abatir a los otros que participan en el mercado para evitar la inanición de su negocio. Pero ese esfuerzo y dedicación para alcanzar una tasa más alta que la tasa media de ganancia y así poder abatir o dominar a sus contrincantes, convierte su trabajo y esfuerzo en un instrumento de corrupción de los principios originarios del mercado.
De acuerdo con esta hipótesis, habría dos momentos de este intrincado proceso: El primero, por el cual se acumula capital para alcanzar una posición de hegemonía en el mercado que le asegure cierto dominio de la competencia para evitar la inanición o la quiebra de su negocio. El segundo, cuando la necesidad de asegurar ese dominio se transforma en una necesidad de acumulación de riqueza. En este segundo momento el capital, que en un principio fue un mero medio de producción (y de trabajo para el que no lo tenía), se transmuta en un medio de crear riqueza para el que lo posee.
Conforme se “normaliza” en la sociedad esta situación, conforme se consolida el sector social que posee los medios de producción, el primer momento va engendrando condiciones para el surgimiento de mercados anómalos, regentados por unas cuantas empresas; mercados que permiten ganancias superiores a las que debieran existir sin ellas. De esta manera, la “tasa media de ganancia” en esa sociedad se eleva por encima de la “tasa natural” que requiere el funcionamiento óptimo del mercado, generando con este movimiento un desequilibrio sistémico que conduce al uso innecesario de recursos y a remuneraciones indebidas.
Las diferencias actuales, entre países y sociedades, son dantescas, aunque los principales países de América Latina ya conmemoraron el segundo siglo de su independencia nacional, el proceso de modernización provocado por la expansión económica y social derivado de la dominación colonial, ejercida principalmente por España, Portugal, Inglaterra, Holanda y Francia, no generó una distribución justa del poder, del ingreso y de la riqueza. Al contrario, la fuerte concentración del ingreso y el poder constituyó uno de los pilares de la rápida expansión de la riqueza, que se desarrolló desprovista de mecanismos de justicia redistributiva como los de los países desarrollados.
Causas de la concentración y desigualdad en Latinoamérica
-Inserción de las colonias en la economía-mundo de la época. Se debe resaltar, para empezar, la disposición de las monarquías de Portugal y España para disputar, entre los siglos XV y XVIII, las posiciones superiores en el sistema económico en desarrollo en aquel período. En otras palabras, la economía-mundo del Atlántico ibérico tenía en España una orientación hacia la expansión en la forma de un imperio universal, mientras que Portugal se encaminaba hacia la conquista del mercado internacional. De ese modo, el proceso de colonización, tanto de la América española como de la América portuguesa, se caracterizó fundamentalmente por la explotación de riquezas asociada al exclusivismo metropolitano, que privilegiaba el monocultivo de productos primarios para la exportación (agricultura, ganadería y la actividad extractiva de minerales y vegetales) hacia las metrópolis. La falta de compromiso de las metrópolis con el desarrollo de las colonias latinoamericanas favoreció inmediatamente el enriquecimiento de reducidos sectores de habitantes locales, en general vinculados a las actividades de producción y comercialización (exportación e importación de bienes y tráfico de esclavos). El resto de la población colonial en formación permaneció completamente al margen de la generación del excedente económico.
-Constitución del sistema agrario. Los colonizadores portugueses y españoles trataron de concebir inmediatamente la idea de que los “indios” ocupaban muy mal la tierra, reivindicando y asumiendo para sí, por causa de eso, el derecho a la propiedad y la función de diezmar a la población indígena, que, en la época, era de 100 millones de individuos. La situación de México, en especial, se destaca por la rapidez con que fue reducida la población amerindia, que pasó de 25,2 millones en 1518, a tan sólo 2,6 millones en 1568. Un verdadero genocidio. La lógica fue: menos gente, mayor territorio.
La estructura agraria creada en la América española y portuguesa fue la de la gran propiedad, que tendía a la explotación extensiva de productos primarios destinados a la exportación. De esa forma, la organización agraria tradicional de la América precolombina –de propiedad colectiva y de uso común de la tierra– fue sustituida rápidamente por el régimen de la propiedad privada.
Eso dio lugar al surgimiento de un estrato de aristócratas de la tierra. La aristocracia agraria en América Latina quedó dividida en tres sistemas distintos de ocupación del suelo y repartición de la propiedad agraria. De un lado, la hacienda, que evolucionó en las áreas del altiplano con las grandes propiedades y la explotación del trabajo por medio de la servidumbre por deudas, situación muchas veces verificada en Los Andes y en México. Del otro lado, plantaciones, que se volcó también a la producción en gran escala de productos primarios orientados al mercado externo, con uso del trabajo esclavo, como en Brasil y en Costa Rica. Por último, granjerismo, no siempre sustentado en el uso del trabajo forzado, sino también, a veces, de mano de obra libre, en la forma de aparcería, asentamiento o colonato, como en algunas áreas de la Argentina, Brasil y Uruguay.
-División del trabajo en el interior de las grandes propiedades. En general, durante la colonización prevaleció el uso recurrente del trabajo forzado de indios y de negros para sustentar la producción agropecuaria y la explotación de minas en gran escala con destino a la comercialización externa. Entre los siglos XVI y XIX, cerca de 14,6 millones de esclavos fueron introducidos en todo el continente americano, lo que permitió el enriquecimiento de los mercaderes del tráfico negrero externo e interno. Además del envilecimiento de la condición humana y de la devaluación del trabajo impuesto por el régimen de la esclavitud, eso postergó la constitución de los mercados de trabajo, y esto a su vez formó una masa de pauperizados en América Latina. La pauperización alcanzó no solamente a los segmentos sociales sometidos al trabajo forzado, sino también a los llamados agregados sociales, constituidos por hombres libres desprovistos de capital. Por eso, la lucha a favor de la independencia nacional, a lo largo del siglo XIX, no siempre fue acompañada por la superación de las diferentes formas de trabajo forzado
Aun en los nacientes países latinoamericanos –que pusieron fin inmediatamente a la esclavitud– prevalecieron variadas formas de explotación de la mano de obra. En gran medida como resultado de la prolongación de un patrón anticuado de producción y reproducción de ricos, protagonizado por la inserción económica subordinada al monocultivo y extracción de los bienes primarios y a la estructura agraria concentrada en la gran propiedad.
Aunque la industrialización completa haya sido escasa en el conjunto de los países de la región, se avanzó –especialmente a partir de la primera mitad del siglo XX– en las actividades urbanas, capaces de permitir el surgimiento de una nueva camada de ricos industriales. Su conformación, mientras tanto, se plasmó apartada del conjunto de la población, dado que muchas veces fue el resultado de la mayor expoliación de la población trabajadora urbana. En cierta manera, el proceso productivo asociado a la manufactura generó una clase obrera que terminó conviviendo con una masa humana marginada de las políticas públicas y sometida a la competencia en el interior de un mercado que funcionaba con un enorme excedente de fuerza de trabajo a lo largo del siglo XX, aun en los países con mayor grado de industrialización (Argentina, Brasil, Chile, México y Venezuela). Prácticamente, en todos los países latinoamericanos que avanzaron, en alguna medida, en la industrialización, se verificó el amplio proceso de urbanización de la antigua pobreza, que se encontraba localizada en el campo, sin mejora considerable en la redistribución del ingreso.
A partir del último cuarto del siglo XX, las opciones del avance urbano-industrial se vieron fuertemente limitadas por la aparición de una nueva mayoría política, más favorable a las orientaciones neoliberales de estabilización monetaria y apertura comercial y financiera que en relación con la expansión productiva vía mercado interno. De esa manera, con el debilitamiento de las actividades manufactureras y la rápida conversión de los países latinoamericanos en productores y exportadores de bienes primarios, comenzó a cobrar importancia una selecta camada social vinculada a la especulación financiera, generalmente sustentada por el endeudamiento del sector público. Incluso con la estabilización monetaria, acompañada de la apertura comercial y financiera así como de la modificación del papel del Estado, no hubo inversión del proceso redistributivo.
-Financiarización de la riqueza. Los nuevos ricos de la financiarización se aliaron a los grandes latifundistas vinculados al agro negocio y a la extracción de minerales y vegetales, a los grandes propietarios de actividades urbanas (comunicación, industria, comercio y servicios) y a los grandes financistas. De la misma forma, el avance de la privatización del sector productivo estatal (telecomunicaciones, siderúrgicas, bancos y aviación, entre otros) y de bienes y servicios públicos (como la salud, la educación y el agua) fue acompañado por la mayor concentración –muchas veces monopolizada– del ingreso, la riqueza y el poder en el sector privado, no siempre nacional.
Frente al relativo estancamiento de América Latina desde el último cuarto del siglo XX, se percibe el agotamiento de los mecanismos de movilidad social. Hasta los hijos de las familias de la clase media fueron victimizados por las décadas perdidas. El bajo crecimiento económico con alto desempleo y expansión de puestos de trabajo precarios impidió la aparición de oportunidades y perspectivas superiores de trayectorias de vida para la población, y muchas veces incentivó la emigración.
Solo los ricos se beneficiaron de los mecanismos de movilización de mayor riqueza, sobre todo gracias a las especulaciones financieras, posibilitadas en el último tiempo por las políticas de corte neoliberal. Se observa que de aproximadamente 150 millones de familias latinoamericanas, sólo el 10% absorben casi el 47% del flujo anual de ingreso, contabilizado por el Producto Interno Bruto (PIB).
La riqueza en América Latina fue construida desde la violencia colonial, luego amasada por una clase privilegiada criolla, que aunque disminuyó y erradicó la esclavitud formal, se acostumbró a generar y construir sus fortunas sustentadas en el abuso, la explotación y el empobrecimiento de las masas populares. Esta superestructura de abuso corrompió todos los pilares de los Estados modernos y los factores reales de poder. La pobreza es violencia, no tanto por su significado moral y ético, sino más bien por su origen, forma y manera en que los ricos han utilizado el abuso permanente para consolidar sus privilegios y su poder.