RELATO
Agarra a su hijo Yeyo, lo envuelve en el perraje y se lo pone en la espalda. Sobre la mesa coloca dos mudas de ropa, su peineta, los talcos del niño, un bote de crema para la cara, un par de zapatos con las suelas rotas -que piensa que las puede mandar a arreglar cuando llegue- un sobre con fotografías y unos pedazos de playeras que hizo pañales. En una manta pone una bolsa con un puño de sal, unos pishtones que torteó en la mañana y el último pedazo de queso oreado que le queda. Una cabeza de ajo, dos limones y unas hojas de hierbabuena por si le da el mal de camioneta. Llena de agua un envase plástico de medio litro, coloca todo sobre el mantel y lo amarra en un tanate que se cuelga del hombro. En el otro se cuelga en una bolsa de costal a Papayo -el perro que rescató de días de nacido en el basurero-. Echa candado en la puerta y se va sin mirar atrás.
La alcanza Maura, ahogándose por las carreras, le da un abrazo y le entrega una bolsa con jocote rojo de febrero, unos mangos tiernos y cien quetzales que son todos sus ahorros, para que se ayude con el pasaje -le dice, mientras la abraza muerta en llanto, son amigas de toda la vida-, Isaura le encarga su casita de adobe, sus matas de culantro y el tamarindo que se le logró pegar. Son las cuatro de la mañana, aborda el autobús, mientras se aleja de su natal Teculután, Zacapa, va quedando atrás el eco del canto de los gallos y el olor de la leche recién ordeñada, no lo sabe pero jamás regresará, el que volverá es Yeyo, en treinta años, para colocar sus cenizas en el cementerio junto a los restos de sus abuelos y para cuidar la casita de adobe, las matas de culantro y descansar a la sombra del tamarindo junto a los nietos de Papayo.