La realidad indica que Chile rápidamente se ha igualado a los países de más alto grado de inseguridad en el Continente. Es cosa del pasado eso de que éramos “la copia feliz del Edén”, según nuestro Himno Patrio, o aquella pretensiosa idea de constituir una excepción en América Latina en cuanto a los trastornos causados por el narcotráfico y el crimen organizado. Como tampoco escapamos ahora a fenómenos como la corrupción política, empresarial y policial.
Todos los días los medios de comunicación amanecen con las noticias de la severa insurrección que se vive en la Araucanía. Una confrontación que cobra vidas en cada jornada y arrasa con las instalaciones ocupadas por las empresas forestales y otras que les arrebataron las propiedades a los mapuches, la principal etnia del país. Extensiones ya reconocidas por los conquistadores españoles territorios y cuyas demarcaciones después fueron aceptadas por O´Higgins y los primeros gobiernos republicanos.
Sublevación la llaman algunos; guerra civil, aseguran otros, pero lo que no se puede desconocer es que, en el Wallmapu y la denominada zona macro sur, reina la violencia, el uso de armas cada vez más letales, y en que ya las policías se muestran incapaces en hacerle frente a la ira de una etnia que ya no exige solo justicia social, sino autonomía territorial y política. Por algo es que no son pocos los que piensan que el Estado debiera dictar un estado de Emergencia que permita la instalación allí de las Fuerzas Armadas y, si es preciso, reprimir como se hizo en el pasado durante la tristemente recordada “Pacificación de la Araucanía”. Una masacre o genocidio que culminó con la instalación en la zona de una gran cantidad de inversionistas extranjeros que, además de arrasar con el bosque nativo, consolidaron sus intereses y explotación inicua en el mar, los ríos y lagos de uno de los paisajes más hermosos y apacibles de la Tierra.
La duda hoy es cuánto se va a demorar el gobierno izquierdista de Gabriel Boric en superar sus pudores y contradicciones internas para comprometer la acción de los militares en el control de esta convulsionada zona, aunque sea mediante la declaración de un estado de excepción que evite mediante un eufemismo el apellido de “emergencia” o “estado de sitio”. Tampoco es seguro que los uniformados estén dispuestos a hacer, una vez más, el “trabajo sucio”, que tanto descrédito le ha acarreado a unas Fuerzas Armadas expertas en combatir a sus connacionales, al llamado “enemigo interno”, más que hacer frente a las amenazas foráneas que hace más de un siglo ya no se presentan.
Pero es de norte a sur del país en que asolan otras inseguridades acicateadas fundamentalmente por los escuálidos ingresos de la gran mayoría de trabajadores, lo que ha facilitado que los cárteles de la droga vayan apoderándose de barrios y comunas enteras donde se ha hecho extremadamente peligroso transitar de día o de noche sin correr el riesgo de ser asaltado o incluso asesinado por bandas organizadas, las que matan hasta para obtener solo un celular. Además de acometer aquellos espectaculares turbazos, portonazos y robos de vehículos con inusitada cobardía, al elegir como víctimas generalmente a mujeres y ancianos. Por algo los camioneros han resuelto tomarse las principales carreteras del país para exigir que las autoridades les garanticen seguridad, después de los cotidianos incendios de sus maquinarias y fuentes de trabajo. A lo que suman el descontento por los cobros abusivos de los peajes de las carreteras concesionadas y el alza abrupta de los combustibles. Aunque de verdad es que no solo para los transportistas, sino para todos, viajar por el país resulta demasiado oneroso, además de muy peligroso.
En los últimos días ni la ministra de Defensa escapó a un asalto y robo con violencia en su domicilio, además de que un carabinero de la guardia del presidente Boric fuera secuestrado, robado, herido de bala y abandonado en un lugar distante de su casa. Ya se asentó la idea en toda la población de que “a cualquiera le puede tocar”… Se movilice en automóvil o de a pie.
Si se hiciera un recuento pormenorizado, podríamos concluir que son centenares los establecimientos educacionales en “toma” que demandan recursos para su desempeño y también seguridad. No son pocos los maestros amenazados por sus discípulos, así como los comerciantes de todo el país que viven en ascuas por los asaltos y la presencia de miles de vendedores ambulantes que se instalan donde se les antoja y hacen uso de armas de fuego para proteger sus espacios. Al extremo de reclutar como vigilantes a delincuentes comunes que ya han ocasionado múltiples homicidios y, recién, el de una joven periodista ultimada al momento de cubrir una reyerta entre las bandas enemigas del comercio informal.
Avenidas y plazas, estaciones del Metro y buses de la locomoción colectiva son también bandalizados y reducidos a cenizas por piños de asaltantes que expresan su malestar con la destrucción más insensata, y cuyos ejecutores muy raramente son detenidos por las policías. Innumerables asaltos que ni siquiera logran que los testigos de estos hechos se dispongan a prestar declaración ante las fiscalías, debido a la desconfianza generalizada que existe respecto de los carabineros e investigadores del Ministerio Público a quienes creen sobornados por delincuentes y narcotraficantes.
La desfachatez del crimen organizado es tal que los mafiosos de una comuna popular construyeron un mausoleo en una plaza comunal a fin de darle sepultura a uno de sus capos. Triste fue observar la impotencia del alcalde correspondiente, quien a lo único que atinó fue a demandarle a La Moneda más policías para hacer frente a los malhechores que, al igual que otros municipios de América Latina, controlan la vida de sus habitantes.
Cierto es que, pese al constante incremento de los efectivos y recursos disuasivos del Cuerpo de Carabineros como de la Policía civil, todo nuestro territorio está desbordado por la violencia y el miedo. Así como las cárceles están abarrotadas por los delincuentes comunes que en poco tiempo vuelvan a las calles a delinquir, gracias a aquellos jueces cómplices o demasiado “garantistas”, como algunos prefieren calificarlos.
El reciente incremento del salario mínimo, la verdad es que antes de materializarse ya se hizo humo, si se considera que los productos más esenciales han incrementado sus precios en un 30 o 40 por ciento en cuestión de pocos meses, lo que tiene agobiado a la mayoría de los hogares del país sin que la llamada clase política sepa qué hacer para mitigar el profundo descontento en que ya, según las encuestas, más de mitad del país perdió su confianza en el novel presidente de la República. Además de que entre los partidarios de una nueva Constitución y los que prefieren que se extienda la de Pinochet-Lagos parecen empatados y se teme que, cualquiera sea el resultado del plebiscito de salida, no habrá una Carta Magna ampliamente consensuada por el pueblo. Ni menos que sea expresión de la “casa de todos”, como en algún momento se pretendió.
Y no se trata necesariamente que los contenidos definidos por la Convención Constituyente puedan ser insatisfactorios; lo más probable es que muchos ciudadanos concurran a las urnas a manifestar su descontento por las promesas económico sociales postergadas o sienten incumplidas. Que voten en contra del nuevo texto constitucional para expresar su hastío frente al caos que impera en todo el país. Donde la riqueza sigue más concentrada que ayer y el poder adquisitivo de las mayorías continua en franco deterioro.
Donde la vida es cada vez más insegura y las soluciones se hacen más complejas; cuando, para colmo, vicios políticos como el del cuoteo partidario, las prácticas de colusión de los empresarios, o la impunidad de los oficiales corruptos siguen campeando. Agravado todo por la incapacidad de la clase política de constituir acuerdos, aunque sea para enfrentar las inclemencias del invierno o frenar el alza del pan, el principal sustento alimenticio de la población que, en apenas dos o tres meses, ha duplicado su precio. Muchos observadores temen un nuevo estallido social con cara, ahora, de rebelión, según la convocatoria del destacado líder mapuche Héctor LLaitul. En una declaración que desafía absolutamente las normas de nuestro imaginario estado de derecho, cuanto su Ley de Seguridad del Estado.
Con gobiernos de todos los colores políticos que se han turnado en el poder, muchos piensan que ya se hicieron tardes las soluciones a las demandas sociales. Que las poderosas empresas seguirán enseñoreadas, y que las codiciosas administradoras de pensiones y de la salud privada seguirán asaltando el bolsillo de los más pobres y vulnerables. Así como tampoco se puede confiar en la podredumbre que se perpetúa en las organizaciones sindicales. Hace tiempo arrodilladas y financiadas por los referentes políticos y patronales.
La decepción ya “se está haciendo costumbre”, como antes se decía de nuestra crónica injusticia y aunque los nuevos moradores de La Moneda alegan que recién se han instalado y que necesitan más tiempo, lo cierto es que las urgencias ya no pueden ni quieren esperar.