25 de Octubre 2022, El Espectador
Al momento de enviar esta columna he pasado 364 días sin oír la voz de mi mamá, sin un abrazo suyo ni encontrarla en su casa leyendo un libro sobre el cosmos o escribiendo otro sobre Proust; durante un largo año no ha vuelto a sonar en mi celular el tono que ella y solo ella tenía: “Pintarse la cara color esperanza”.
Y así la muerte sea la única puerta que sin importar lo que hagamos o dejemos de hacer siempre está abierta —pero en una sola vía—, jamás nos acostumbramos. Esa falta incurable que le hacen a uno los que se mueren dura lo que dure uno en este mundo, ni un minuto menos. Pero el dolor respira distinto con el paso del tiempo, va cambiando de textura y uno vuelve a aprender a ser feliz. ¿No es acaso la felicidad —o al menos su posibilidad— una bonita manera de recordar y dar las gracias? De mi abuelo y mi mamá heredé una consigna: rescatar de los escenarios más difíciles toda brizna de felicidad, cualquier asomo de renacimiento. Eso no hace desaparecer las sombras, pero ayuda a valorar cada milímetro de sol.
Honro la memoria, pero no le rindo pleitesía al dolor. Y pienso constantemente en los miles de motivos que nos dio Gloria, Yoya, mamá, abuela, bisabuela y maestra, para celebrar su vida; repaso sus carcajadas, las clases de arte y nuestras escapadas a teatro; los sabores mágicos que lograba; su alergia crónica al protocolo, a lo artificial o vanidoso; lo que gozaba con los niños frente al desafío de un Lego o buscando conchitas en el mar. Pienso mucho más en todo eso, que en el agujero negro que se me clavó en el corazón la tarde de su muerte. A un ser que a tantos nos dio tanta felicidad no le puede uno hacer el contrasentido de recordarlo con tristeza.
Sé que más que una columna de opinión esta de hoy es una columna de confesión. Y, sí, en este oficio se van tejiendo complicidades con el teclado y con los lectores; finalmente, uno no escribe con las manos sino con los sentimientos, con lo que hemos visto, lo que hemos sido, lo que nos ha hecho amar la vida, abrazarla, llorarla y —siempre y sin tregua— sentirla.
Escribir es darle palabras a la conmoción de cada día.
Hace unas horas estuve con un grupo de periodistas y estudiantes; en cada pregunta se abrían ventanas y hablamos de ese primer insumo, el imprescindible para escribir: sentir el mundo, palparlo, que nos duela cada cuerpo, cada sueño tumbado por las balas; amar las interrogaciones y no dejar de sorprendernos; oler el color del aire y saber que todas las palomas pueden ser mensajeras. Que las palabras son un tesoro y cada una es una y solo ella, habrá sinónimos, pero ninguna suena y acompaña o entristece como otra. Hablamos de lograr que las voces y los silencios nunca pasen desapercibidos, del sagrado compromiso con la verdad, del derecho y el deber —contra viento y marea— de defender lo que se piensa, sin incendiar, sin ensañarse ni calumniar. Y hablamos de vivir en modo aprendizaje, tener el valor de reconocer nuestros errores y ser humildes pero no obedientes, ser responsables y autocríticos, tolerantes pero no condescendientes.
No hay remedio: para escribir hay que estar dispuestos a dejarnos leer el corazón como un mapa de duelos y festejos, de rupturas, ilusiones y lecciones. Es preciso tener la valentía necesaria para dejarse ver por dentro y, desde la honestidad, intentar aproximarnos al corazón de los otros.
Desde hace 364 días la mujer que me dio la vida tiene la suya en otra dimensión. Hoy la nostalgia se tomó letra a letra el teclado y la dejé escribir así, sin oponer resistencia…